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El bárbaro necesario: La crueldad, el odio, la culpa y la expiación en el mundo narrativo de J.M. Coetzee




La presente ponencia  es parte del Seminario Internacional Tres dias con Coetzee, realizado en Bogotá del 8 al 10 de abril del 2013. El autor es Philip Potdevin.

Racismo: dioses blancos para sombras negras

Según Todorov “el problema del otro” está presente en todo evento de colonización. El yo se identifica y se afianza en su individualidad en la medida que se pone en relación con el otro. El otro, todos los otros, están allí y sólo yo estoy aquí.[i] En Sudáfrica, al igual que en América, el colonizador  afianza su yo mediante la separación abismal que hace del otro, al punto de relegarlo a la categoría de bárbaro. Sin embargo, es en Sudáfrica donde el colonizador europeo hace uso desmesurado del racismo bajo un aparato burocrático como una forma específica de totalitarismo, explica Arendt.[ii] El legendario Kurtz, de En el corazón de las tinieblas, intelectual europeo, cazador de marfil, es un ser convertido en semidios, alienado y ensañado en la crueldad contra los nativos. Escribe en su diario: «¡Exterminad a estos bárbaros!» y sucumbe ante el destino: «¡Ah, el horror! ¡El horror!»
Coetzee, es miembro de la minoría blanca que durante más de dos siglos dominó y subyugó el territorio sudafricano. Descendiente de los Boers holandeses se crió hablando inglés y afrikaans. Aún así, nadie más crítico que Coetzee para denunciar las atrocidades de los blancos; contribuyó así a aislar a su país de la comunidad internacional y a provocar el fin del apartheid.
Para entender los orígenes de la violencia en Sudáfrica es necesario ocuparse del contexto histórico. El hecho de ser un territorio de “riquezas superfluas”, oro y diamantes, hizo que se poblara de “inmigrantes superfluos”: holandeses y británicos, cazadores de fortunas, que llegaron a colonizar sin ninguna intención productora; no había una cadena productiva como con el hierro, el carbón, el petróleo o el caucho. El oro y los diamantes tienen sólo un valor intrínseco de riqueza, subjetivo y superfluo. Llegaron oportunistas. No era gente “que se había apartado de la sociedad sino personas que habían sido escupidas por ella”.[iii] No querían construirse o reconstruirse a si mismos. Arendt, usando al Kurtz de Conrad como referencia, los describe “vacíos hasta el tuétano”, un “grupo temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. Expulsados de un mundo que aceptaba algunos valores sociales, habían sido arrojados sobre si mismos y aún así no tenían nada sobre que caer, excepto, aquí y allá, una hilillo de talento que los hacía tan peligrosos como Kurtz si se les permitiera por una sola vez regresar a sus patrias, pues el único talento que podía anidar en sus almas vacías era el don de la fascinación que hace al ‘líder carismático de un partido extremista’”[iv].
Criminales y caballeros cohabitaron el territorio sin ninguna trestricción social o legal, identificándose en el color de su piel asi como en la posibilidad de cometer criménes por el placer de hacerlo, dentro del espirítu del juego, “para poder combinar el horror y la risotada”.
Para aquellos escapados de la civilización, explica Arendt, el mundo de nativos salvajes, sin esperanza de futuro y sin orgullo de un pasado, era un mundo incomprensible. Conrad, En el corazón:



¿Nos maldecía, nos imprecaba, nos daba la bienvenida el hombre prehistórico? ¿Quién podría decirlo? Estábamos incapacitados para comprender todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasmas, asombrados y con un pavor secreto, como pueden hacerlo los hombres cuerdos ante un estallido de entusiasmo en una casa de orates. No podíamos entender porque nos hallábamos muy lejos, y no podíamos recordar porque viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas épocas ya desaparecidas, que dejan con dificultades alguna huella... pero ningún recuerdo.
"La tierra no parecía la tierra. Nos hemos acostumbrado a verla bajo la imagen encadenada de un monstruo conquistado, pero allí... allí podía vérsela como algo monstruoso y libre. Era algo no terrenal y los hombres eran... No, no se podía decir inhumanos. Era algo peor, sabéis, esa sospecha de que no fueran inhumanos. La idea surgía lentamente en uno. Aullaban, saltaban, se colgaban de las lianas, hacían muecas horribles, pero lo que en verdad producía estremecimiento era la idea de su humanidad, igual que la de uno, la idea del remoto parentesco con aquellos seres salvajes, apasionados y tumultuosos.”[v]
En el crisol se amalgamaron estos inmigrantes sin dios ni ley, con los originarios colonizadores Boer holandeses quienes habían tenido que vivir desde mediados del siglo diecisiete en aislamiento de sus hermanos europeos, en medio de los “nativos salvajes”. Los Boer fueron marcados por una doble coyuntura: un suelo extremadamente infértil, sólo útil para ganadería, y la inmensa población de nativos nómadas, organizados en sistemas tribales. La mala calidad de suelo impedía que se agruparan en asentamientos de algún tamaño, como lo hacían en Europa y los llevó a vivir, en grandes familias, clanes, diseminados en llanuras yertas. Lo único que impedía que entraran en guerra entre ellos era el miedo a un enemigo común: las tribus nativas que los superaban en número. Así entonces llegan a esclavizan a los locales, con una particularidad: los Boers difícilmente podían aceptar como congéneres a los nativos. Eran demasiado “pre-históricos” para su sensibilidad y sentido común. El primer encuentro que debieron tener, a su llegada al continente, con esta vasta cantidad de nativos debió ser un choque a su limitada posibilidad de reconocer, mucho menos, aceptar, “al otro”. Era la renuencia de aceptar a alguien parecido a ellos pero de ningún modo semejante a ellos fue la base de la esclavitud y de la concepción de racismo sobre el que se erigió la nación sudafricana. De igual modo, las continuas masacres de tribus enteras realizadas por los blancos no eran nada diferente de las propias masacres entre la tradición de las tribus locales. El exterminio de las tribus hostiles era el principio fundamental de las guerras nativas africanas.
Sin embargo era una esclavitud diferente a la que existió en otros lugares. Los Boer no eran un cuerpo político, ni tenían un territorio especifico que quisieran colonizar; cada familia sometía a los nativos más o menos de igual forma dentro de una amplia carencia de orden jurídico. Los sometían y vivían de su trabajo, lo cual los convirtió a ellos mismos en una sociedad parasitaria y perezosa. De otra parte los nativos los reconocían como una tribu de liderazgo superior, perteneciente a un orden divino y natural a la que ellos debían someterse. Una relación simbiótica, en la que el sometimiento era ejercido y aceptado de lado y lado. Los Boers encontraron en los nativos, el recurso natural más abundante del suelo africano que podía ser usado no para la producción de riqueza sino para sobrevivir en lo más esencial de las necesidades como humanos. Los nativos era la única parte de la población que realmente laboraba, y como todo trabajo esclavo, era una activada desmotivada, descuidada,  negligente y por lo mismo ineficiente. Su labor apenas lograba mantener a sus amos vivos y no llegaba a generar riqueza como en otros lugares del mundo. Ese tipo de dependencia en el trabajo de otros, con un desprecio total por el trabajo y la productividad transformó al holandés en Boer y lo convirtió al racismo en su significado económico.[vi]
Así que mientras la esclavitud era una forma de generar riqueza en las Colonias británicas de América, en Sudáfrica era una forma alienada de ejercer el colonialismo. Aquí no había orgullo por una tierra creada y fabricada por ellos mismos. A los nativos los trataban y vivían de ellos como si fueran frutos silvestres. “Perezosos e improductivos, ellos acordaron vegetar de la misma forma que los nativos habían vegetado por miles de años.”[vii]. “Cuando los Boers, en su terror y miseria, decidieron usar a estos salvajes como si fueran otro forma de vida animal, se embarcaron en un proceso que sólo podía conducirlos a su propia degeneración de una raza blanca que vivía al lado de razas negras de las cuáles sólo se diferenciarían en el color de su piel.[viii]
El racismo resultante fue previo al concepto que el imperialismo pronto explotaría como idea política. Era tentador declarar a estos nativos como no humanos. Dado que los nativos no estaban dispuestos a abdicar su “humanidad” lo que restaba entonces era que los Boers se proclamaran más que humanos: escogidos por los dioses para ser dioses de los negros, una conclusión lógica e inevitable si se quería salvar cualquier posible nexo con los salvajes. Se creyeron también un pueblo elegido, pero no para alcanzar la salvación divina, sino para alcanzar una perezosa dominación de otra especie que igualmente estaba condenada a un indolente estado de servidumbre.[ix]
Con la llegada de los británicos a mediados del diecinueve vinieron las llamadas guerras Boer, dado que los nuevos colonizadores no tenían la misma visión que los descendientes de los holandeses sobre los nativos: pretendían imponer limites, fronteras, abolir la esclavitud y mirar a los nativos como humanos. Los Boer escapaban de los británicos a través de caminos (treks) que conducían a parajes desérticos dejando atrás sus granjas y hogares, antes de aceptar algún tipo de limitación sobre sus posesiones. El manejo y conocimiento de los treks desconcertó a los británicos y demostró que aquellos se habían convertido en una tribu nómada; habían perdido el concepto europeo de arraigo a cualquier territorio. Los limites eran ajenos para ellos, el África inmensa su patria, pero ningún lugar en particular era suyo. Un poco tarde vinieron a entender los británicos, los nuevos colonizadores e imperialistas, que los Boer tenían razón en algo: la forma de mantener el dominio sobre los locales era a través del racismo. Con un enfoque pragmático, perpetuaron entonces su actuar como salvajes, era “la costumbre de la región”, y a la luz de sus mentes era estúpido sacrificar la productividad y la utilidad de un mundo fantasma de dioses blancos gobernando sombras negras. Así se enquistó el segregacionismo sudafricano, con los booms mineros, que encontró en el apartheid, una forma de perpetuar el dominio sobre un pueblo mayoritario.

Coetzee: el ataque desde adentro


El boicot que sufrió Sudáfrica a partir de los años ochenta por países hasta entonces aliados en castigo por la persistencia del apartheid, tuvo un conspicuo aliado en la obra narrativa de Coetzee, especialmente en obras como En el corazón del país (1977), Esperando a los Bárbaros (1980), Vida y época de Michael K (1983), La edad de hierro (1990) y Desgracia (1999). El presente trabajo busca hacer una lectura de estas obras desde la perspectiva de los personajes que viven y padecen la violencia sufrida desde el colonialismo hasta el recrudecimiento del conflicto durante el apartheid, y las dificultades, una vez vencido el segregacionismo, que estos tienen para ajustarse al post-conflicto.

Se ha visto que la figura del bárbaro es necesaria para el blanco sudafricano. Coetzee toma de Cavafis, la idea en Esperando a los bárbaros, poema de donde saca el título para su novela:
“¿Por qué la noche cae y no llegan los bárbaros?
Y gente venida desde la frontera
afirma que ya no hay bárbaros.
¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?
Quizá ellos fueran una solución después de todo.”

De la crueldad al terror

En Esperando a los bárbaros, el Magistrado es un opositor desde adentro del sistema burocrático que el representa. Es el encargado de impartir justicia en un pueblo fronterizo del Imperio de apenas tres mil almas, un lugar remoto y casi desconocido para los burócratas de la capital. Con la visita del coronel Joll, quien llega para investigar unas supuestas amenazas que hay de las tribus nómadas que viven allende la frontera, se enfrenta a la verdadera naturaleza del sistema. Joll, militar y burócrata , es un despiadado torturador, no conoce ley, ni límites ni guarda la menor compasión contra el supuesto enemigo, al que genéricamente el Imperio llama los bárbaros, bien se trate de niños, ancianos, mujeres o hombres adultos que son sólo simples nómadas o pescadores. Esperando a los bárbaros es la novela de la crueldad. Coetzee, se erige como narrador inmenso para mostrar la peor faceta del ser humano, aquella que abusa despiadadamente del indefenso, que tortura hasta la muerte y es indolente frente al sufrimiento del vencido. El Magistrado cuestiona a Joll: «¿Y si su prisionero está diciendo la verdad… y sin embargo se da cuenta que no se le cree? ¿No es esa una situación terrible? Imagínese: estar preparado para ceder, en efecto ceder, y ya no tener nada más en que ceder, y a pesar de ello ser quebrado y aún así ser presionado para seguir cediendo?» «Hay un cierto tono… un cierto tono entra en la voz de un hombre cuando está diciendo la verdad» contesta con frialdad Joll y luego añade: «Hablo de una situación, de una situación en la que estoy indagando la verdad, en la que debo ejercer presión para encontrarla. Primero, usted verá, obtengo mentiras, eso es lo que sucede, primero mentiras, luego presión, luego más mentiras, luego más presión, luego viene el quiebre, luego más presión, y luego ahí si viene la verdad. Esa es la forma como se obtiene la verdad.»[x]

El magistrado reflexiona: “El dolor es la verdad, todo lo demás es sujeto a la duda.” Luego, comprueba personalmente que un hombre nativo, de edad, capturado junto con su nieto por andar merodeando cerca del lugar ha sido torturado hasta la muerte. Lo han dejado en una choza. Su pequeño nieto, duerme aterrorizado al lado del cadáver de su abuelo.
Los nativos, a través de la obra de Coetzee, son víctimas de una guerra que no es de ellos. Y como toda guerra es una guerra abundante en sangre: “Un país pródigo en sangre.. La tierra seca absorbiendo la sangre de sus criaturas. Una tierra que bebe ríos de sangre y nunca es saciada”.[xi] Y de manera general, son los débiles los que reciben con mayor violencia el peso de la guerra. En La edad de hierro, la señora Curren, reflexiona con el indigente Vercueil: “Si usted hubiera atendido mis lecciones sobre Tucídides… usted quisiera hubiera aprendido algo de lo que puede suceder con nuestra humanidad en tiempos de guerra.”[xii] Y continúa: “Tucídides escribió de gente que hacer reglas y luego las obedece. Y siguiendo las reglas, aniquilaron totalmente toda clase de enemigos, sin tregua ni excepción. Muchos de los que murieron debieron pensar que se estaba cometiendo un error con ellos, que cualquiera que fiera la norma, esta no pudiera ser dirigida a ellos. “¡Yo…!” Esa era su última palabra mientras se les cortaba la garganta. Una palabra de protesta: Yo, la excepción.”[xiii] De nuevo, es en La Edad de Hierro, los jóvenes nativos son los que más sufren, muchas veces victimizados sin ninguna razón más allá del odio. Bekhi, el hijo de Florencia, la empleada doméstica de la señora Curren, pedalea en su bicicleta junto a su amigo. Ninguno de los dos tiene aun quince años. Una camioneta de la policía los sigue y al sobrepasar un camión estacionado la policía se adelanta, abren la puerta y con ella empujan a los muchachos contra el vehículo parado, quienes ruedan aparatosamente por el pavimento. Curren y Florencia, junto con el dueño del camión acuden en ayuda de los muchachos gravemente heridos. La sangre no termina de brotar de sus cuerpos. “Un mar de sangre, regresa y se junta. ¿Así será al final de los tiempos? La sangre de todos: un lago Baikal, morada-negra, bajo un cielo azul siberiano, paredes de hielo alrededor, en playas blancas de nieve lamidas por sangre, viscosa, resbalosa. La sangre de la humanidad, restaurada a sí misma.”[xiv]

La Humillación




Michael K., es jardinero nativo, pobre y desempleado, marcado por un labio leporino que lo acompleja y le impide hablar bien. Inicia un largo peregrinaje desde la Ciudad del Cabo para llevar a su madre agonizante al lugar donde ambos nacieron. Encuentra mil vicisitudes en su viaje pero él es ajeno a la guerra: “Había dejado de obedecer el toque de queda. No creía que pudiera sufrir ningún daño, y si este llegase, no importaría”.[xv] Cuando lo interrogan, se defiende: “Yo no estoy en la guerra”. Y la respuesta es: “¿Que no estas en la guerra? ¡Pues claro que estás en la guerra, te guste o no!”
K. es conducido a un campo de trabajo, en dónde se hace el énfasis de manera eufemística, ‘esto no es una prisión, es un campo’. Allí las mujeres ofrecen su cuerpo a los guardianes para poder obtener la comida para sus hijos y esposos. El pago que reciben es un rand por día y con ese dinero se deben suministrar su sustento.
Michael pierde rápidamente su nombre en la novela y pasa a ser sólo K. (Coetzee, usa la misma letra de los personajes de Kafka en El proceso y El castillo), un ser casi inexistente para el sistema. Él mismo se consuela con eso para lograr pasar desapercibido y tratar de llegar a su destino, empujando su carrito endeble e improvisado que ha construido para llevar a su madre a la natal Prince Albert. Después que la madre muere, él insiste en llegar a su destino y depositar allí las cenizas. K, es robado sucesivamente, expulsado, maltratado, apresado. Ni siquiera puede transitar por la vía que sale de la Ciudad del Cabo pues carece del salvoconducto. “Usted no puede salir de la península sin un permiso. Vaya al punto de control y muéstreles su permiso y sus papeles. Y escúcheme: si va a parar en la autopista, usted se estaciona a cincuenta metros en el camino lateral. Esa es la norma: cincuenta metros de cualquier lado. Cualquier distancia menor y le pueden disparar, sin advertencia, sin preguntas. Entiende?”[xvi] Su vida es una vida de huída, termina como un animal viviendo en un hueco que él mismo ha cavado para no ser encontrado por sus perseguidores. Vive de comer lagartijas o pájaros que caza con una cauchera fabricada por él. Su cuerpo es famélico, pero su conciencia es lúcida. El dinero de su madre le es robado por un soldado: “K., lamió sus labios. «Ese no es mi dinero» dijo muy despacio. «Es el dinero de mi madre», por el cual ella trabajó para ganar. No era verdad: su madre estaba muerta y ahora ella no tenía ninguna necesidad de dinero. Aún así, no importaba, Hubo un silencio. «¿Para que cree usted que es la guerra?» dijo K. «Para quitarle el dinero a la gente?» «Para que cree usted que es la guerra?» dijo el soldado, parodiando los movimientos de los labios de K. «Ladrón. Cuidado. En este momento podría estar entre los arbustos con moscas revoloteándole encima. No me venga hablar usted sobre la guerra».”[xvii]

La Vergüenza, La Culpa

En toda guerra, el oponente no es sólo quien está del otro lado, sino también aquel del mismo bando que desaprueba la acción de sus colegas. Se convierte en traidor. Pero peor aún, en el caso sudafricano, es cuando uno miembro de la minoría blanca acepta inmiscuirse íntimamente con un nativo. Imperdonable; la peor felonía a la condición racista. El magistrado emprende el camino hacia su propio Apocalipsis cuando Joll se entera que convive con una joven nativa, quien ha quedado ciega y lisiada, sus tobillos rotos, por las torturas sufridas por sus captores. La señora Curren cae en desgracia con las autoridades cuando se enteran que está del lado de los segregados. En el Corazón del país, el padre de Magda es asesinado por su hija quien nunca acepta que se haya inmiscuido, en su viudez,  con una muchacha negra.

El Magistrado, la señora Curren, el padre de Magda se convierten en parias. Al magistrado lo encarcelan, torturan y someten a las peores afrentas por amancebarse con una nativa. “Usarán la ley en mi contra en la medida que les sirva a ellos, luego recurrirán a otros métodos. Ese es el estilo del Despacho: a las personas que no actúan de acuerdo con sus normas, el proceso legal es apenas un instrumento entre muchos.”[xviii] Para él es insoportable ver, como su misma clase trata a los nativos. No quiere sentirse parte de ellos. Todo esto lo asquea. Y antes de aceptar ser testigo de la escena más atroz que un ser humano pueda imaginar, recula: “..lo que se ha vuelto importante para mi es que no deseo estar contaminado con esta atrocidad ni me quiero envenenar de un odio estéril contra quienes la van a perpetrar. No puedo salvar a los prisioneros, entonces por lo menos debo salvarme a mi mismo.”[xix] Pero la tortura comienza y el Magistrado no se puede evadir. Indignado hasta lo más profundo y a pesar de debilitamiento por los tormentos que él mismo ha sufrido, se levanta contra Joll, quien está a punto de usar un martillo contra los miserables: «¡Usted! Grito…. Usted está vejando a esta gente.»Él no se inmuta. No contesta. «¡Usted!» Mis palabras lo señalan como apuntando con un pistola. Mi voz llena la plaza. Hay un silencio absoluto o quizás estoy demasiado intoxicado para poder escuchar nada”. Pero el magistrado no puedo continuar con su acusación pues es golpeado con violencia, sus huesos son quebrados. Y aún así saca fuerzas, para abogar por el ser humano: “ «¡No con eso!», grito. El martillo yace en los brazos acunados del coronel. ‘Usted no usaría un martillo con una bestia, ni siquiera con una bestia!’ En un rapto de furia encaro al sargento y lo hago aparte. Una fuerza divina se apodera de mi. ¡Me abandonará en un minuto pero la usaré mientras la tenga! «¡Mire!», grito. Señalo a los cuatro prisioneros que yacen dóciles sobre el suelo, sus labios contra el poste, sus manos agarrando sus mejillas como unos monos, desconociendo que un martillo les acecha, ignorantes de lo que sucede a sus espaldas, aliviados de que la marca ofensiva ya ha sido borrada de sus espaldas, deseando que el castigo haya llegado a su final. Levanto mi voz quebrada hacia el cielo. «¡Mire!» grito. «¡Somos el milagro de la creación! Pero de algunos golpes este milagroso cuerpo es imposible de recuperarse. Cómo…» las palabras me faltan. «¡Mire estos hombres». Vuelvo a comenzar: «¡Hombres!»”[xx]
Por otra parte, Magda, odia a su padre, hasta llegar a asesinarlo, en sueños y finalmente en la realidad, por la afrenta que le ha hecho: haberse unido a mujer negra. Para ella es insoportable tener que escuchar detrás de la puerta de la alcoba de su padre y su nueva mujer, quien además es la esposa de su mayordomo, los gritos de los ejercicios amatorios de los dos.

La señora Curren, intelectual, jubilada de la Universidad, se confiesa con el indigente, tirada en la calle, moribunda, en una escena conmovedora, en la que reflexiona frente a lo que ha pasado en su país desde que ella sabe que existe: “No tengo idea de qué es la libertad, señor Vercueil. Estoy segura que Bheki y su amigo tampoco tenían idea. Quizás la libertad es sólo lo que es inimaginable. Aún así,  podemos reconocer la falta de libertad tan pronto la vemos, ¿no es así? Bheki no era libre, y lo sabía. Usted no es libre, al menos no en este mundo, tampoco yo. Nací esclava y con certeza moriré esclava. Una vida en grilletes, una muerte en grilletes: eso es parte del precio, nada de sutilezas, nada de gimoteos. Lo que yo no sabía entonces, lo que no sabía entonces, ¡escúcheme! Era que el precio es aún mayor. ¿Dónde entró a jugar el error? Era algo que tenía que ver con el honor, con la noción a la que yo me aferraba con todas mis fuerzas, que aprendí con mi educación, con mis lecturas, que en su alma el hombre honorable no puede sufrir daño alguno. Siempre busqué el honor, un honor privado, usando la vergüenza como mi guía. Mientras yo sintiera vergüenza yo sabía que no había merodeado en los terrenos de la deshonra. Para eso usaba la vergüenza, como una piedra de apoyo, algo que siempre estaría allí, algo que usted siempre volvería en busca de ella, como un ciego, que palpa algo para saber dónde está. Para lo demás, yo mantenía una distancia prudente de mi vergüenza, yo me regodeaba en ella. La vergüenza nunca se convirtió en un placer vergonzoso; ella nunca me dejó de carcomer. No estaba orgullosa de ella; estaba avergonzada de ella. Mi vergüenza, la mía. Cenizas en mi boca día tras día, que nunca dejaban de saber a ceniza.”[xxi]

La expiacion y el camino al perdon y la reconciliaición

Terminado el apartheid, la nación sudafricana intenta reconciliarse. Las heridas son demasiado profundas para sanarse en una generación. Ha quedado un odio visceral de lado y lado, pero sobre todo, de parte de quienes han sido segregados y oprimidos durante siglos. No se trata de venganzas personales contra quienes han sido los torturadores, los líderes del apartheid. Es algo que reside más profundo en el ser humano que ha visto a hermanos, padres, tíos, abuelos y antepasados vejados, torturados, asesinados. La reacción no se hace esperar. Desgracia es la novela de la expiación, el perdón y la reconciliación pero también la novela del odio y la venganza. David Lurie, profesor universitario, divorciado, renuncia a su puesto tras enredarse con su alumna Melanie Isaacs. Se refugia en la casa rural de su hija Lucy, de quien tiene la sospecha es lesbiana, donde ella intenta sacar adelanto un criadero de perros. Allí son atacados por tres hombres negros, dos adultos y un joven. David es golpeado y encerrado en el baño e intuye que Lucy está a punto de ser violada. Los pastores alemanes son abatidos a tiros. “El día de la prueba ha llegado. Sin aviso, sin fanfarrias, aquí está y él está en medio de todo. En el pecho su corazón martilla tan fuerte, que debe reconocer, también, en su forma torpe, que ha llegado el momento. ¿Cómo soportarán la prueba, él y su corazón?”[xxii] Pero la venganza, fruto del odio ancestral, no ha terminado. David es rociado con alcohol y es prendido fuego. Los hombres se marchan, robándose las principales pertenencias de los dos, tras conminarlo a que entregue las llaves del vehículo o si no le destrozan la cara de un botellazo. Cuando Lucy lo libera de su encierro, está envuelta en una bata de baño, su cabello mojado, su preocupación, más que por el estado de su padre es por salir a ver la suerte de sus mascotas. En medio del estupor por los hechos, al ver la masacre, clama: “mis corazones, mi corazones”. David quiere saber con exactitud qué le han hecho a Lucy; ella no responde, no explica, no admite nada. Sólo hay silencio. David sabe que la violencia está en toda parte: “Sucede cada día, cada hora, cada minuto, se dice a si mismo, en cada comarca del país. Eres afortunado de haber salido vivo de esta. Date por bien servido de no ser prisionero en este momento dentro del vehículo, mientras este escapa velozmente o de estar en el fondo de un caño con una bala en tu cabeza. Afortunada Lucy, también. Lucy, por encima de todo.”[xxiii] La hija está impávida con lo que acaba de suceder y advierte a su padre: “ «David, cuando la gente pregunte qué pasó, ¿te importaría si te limitas a tu propia historia, a decir lo que paso a ti?» Él no entiende. «Tú, di lo que pasó contigo. Yo diré lo que pasó conmigo.» Repite.”[xxiv] David tiene la corazonada que habrá secuelas de la violación a su hija: una infección, VIH, embarazo.
Lucy es la personificación de la expiación de los pecados de los blancos en Sudáfrica. Se echa sobre sus hombros la responsabilidad de los crímenes que sus hermanos de color han cometido durante siglos contra los nativos . Se niega a denunciar que ha sido violada por tres hombres negros, uno de ellos, apenas un joven con aparente deficiencia mental; no habla a nadie, ni a su propio padre, del vejamen que ha sido víctima, y al enterarse que el menor violador es sobrino de su vecino Petrus, tampoco lo denuncia. Aún más allá, al comprobar que está embarazada, no hace nada para interrumpir la gestación de la criatura que viene en camino. En el pasado ha vivido el traumatismo de un primer aborto y no quiere repetirlo, a pesar de la presión de su padre para que aborte. David, representa la transición del conflicto al pos-conflicto. Él no es racista, no aprueba ni nunca aprobó el apartheid, pero está lejos de asumir los pecados de los demás, de perdonar las agresiones de las que han sido víctimas él y su hija, y mucho menos de entrar a ningún tipo de reconciliación, ni con el vecino Petrus que quiere ofrecer protección a Lucy a cambio de que esta sea su “tercera esposa”. Lucy, es de otra época. “Entre la generación de Lucy y la mía parece haber caído una cortina. Ni siquiera me di cuenta en qué momento cayó”.[xxv] Una generación que quiere olvidar, quiere perdonar, quiere estar en paz consigo misma y con sus semejantes. No quiere abortar, no ve por qué la criatura deba asumir las consecuencias del acto de los violadores, cualquiera de ellos, su eventual padre. Para ella lo ocurrido es un “asunto privado”, algo que de haber ocurrido en otro lugar podría ser un asunto público, pero en “este lugar”, “en este momento”, no lo es. «A que te refieres con ‘este lugar’», pregunta David. “«Este lugar es Sudáfrica».” así se lo hace saber a David, pero ella sabe, que es un acto de alcance superior, de equilibrio social, cultural y antropológico. David lucha contra el estoicismo de Lucy. “«No estoy de acuerdo. No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo. ¿Crees que al aceptar mansamente lo que te sucedió, pues apartarte de granjeros como Ettiner? ¿Crees que fue un examen por lo que pasaste: si lo pasas, obtienes un diploma y un salvoconducto al futuro, o un aviso para colgar sobre el dintel de la puerta que evitará que la plaga de lleve? Así no es como opera la venganza, Lucy. La venganza es como un incendio. Entre más devora, más hambrienta es.» «Cállate, David! No quiero escuchar este asunto de plagas e incendios. No estoy aquí queriendo salvar mi pellejo. Si eso es lo que crees, estás desenfocado por completo.» «Entonces ayúdame. Es entonces una forma de salvación privada lo que estás tratando de lograr. ¿Acaso aspiras a expiar de alguna forma los crímenes del pasado, sufriendo en el presente?» «No. Me sigues malinterpretando. La culpa y la salvación son abstracciones. No actúo en términos de abstracciones. Hasta que no logres ver eso, no te puedo ayudar».”[xxvi]
Más tarde, en un íntima confesión, Lucy habla del tema. Lo que más la ha impactado es el odio con que ha sido atacada. «Fue hecho con tanto odio personal… Pero ¿por qué me odiaban de esa manera, si yo nunca había posado mis ojos sobre ellos?» Su padre aventura una hipótesis: «Era la historia hablando a través de ellos… Un historia de execración. Piénsalo de esa manera, si te ayuda. Pudo haber parecido personal, pero no lo era. Venía desde sus ancestros».”[xxvii]
David, no logra persuadir a Lucy que abandone la granja. En su último intento, le envía una nota: “Querida Lucy: Con todo mi amor, debo decir lo siguiente. Estás al borde de un peligroso error. Quieres humillarte frente a la historia, pero el camino que sigues es el errado. Te despojará de toda honra, no podrás vivir ni contigo misma. Te lo imploro, escúchame. Tu padre.”
David es incapaz del perdón, mucho menos de la reconciliación. En un intento de ponerse en paz con su propio pasado, acude a la casa de los padres de su ex -alumna, Melanie. Allí pide excusas por el daño hecho a su hija. Con eso pretende expiar un pecado menor pero es incapaz de disculparse frente a los nativos, sus nuevos conciudadanos, por la ofensa mayor de sus hermanos blancos durante siglos. Mucho menos puede perdonar o reconciliarse con los violadores de su hija. Al final de la novela, cuando Lucy da la noticia a David de su embarazo, todo parece encajar en su lugar: “La banda de los tres. Tres padres en uno. Más violadores que ladrones… Lucy estaba equivocada. No estaban violando, estaban apareándose. No era el principio del placer lo que corría por sus venas, eran los testículos, las bolsas colmadas de semilla ansiando perfeccionarse….Y ahora, la criatura… ¿Qué tipo de criatura podría engendrar una semilla de esa naturaleza?, semilla sembrada en una mujer no en un acto de amor sino de odio, mezclada de manera caótica, destinada a mancharla, a marcarla, como con la orina de un  perro”.[xxviii]
En la escena final, padre e hija, quien está a mitad de camino del embarazo, caminan juntos. David pregunta: “Has comenzado a amarlo?’… «¿Al bebé? No. ¿Cómo podría? Pero lo haré. El amor crecerá. Se puede confiar en la Madre Naturaleza, David. Estoy decidida a ser una buena madre y una buena persona. Tú deberías tratar también de ser una buena persona».”[xxix]
Magda, la señorita Magda de En el corazón del país, al igual que Lucy, expía también las culpas del colonialismo británico en Sudáfrica. Su entrega a Hendryk, el sirviente de su padre, más allá de un acto de “furor uterino” es la forma de lavar los pecados de su padre y de toda la raza blanca contra los nativos.
No hay duda que Coetzee finalmente, lo que afirma es que no hay más bárbaros en la experiencia sudafricana que los mismos blancos. La invención que hacen los blancos de los nativos como bárbaros es una invención necesaria para afianzarse en su identidad, y también para ejercer el dominio sobre una población mayoritaria. Por otra parte el problema del otro, es un problema aún abierto, así se revela en Desgracia. Todos los personajes que desfilan por la obra de Coetzee analizada están atrapados en la dualidad y en la dicotomía del yo/otro. Para ellos es imposible el “nosotros”, el verse como partes de un todo mayor. Quizás por ello, superado el apartheid, las heridas siguen abiertas. Y la pregunta subsiste: ¿quiénes finalmente son los bárbaros?

Bogotá, Inauguración del Seminario 3 Dias con Coetzee, 8 de abril del 2013




[i] Todorov, Tzvetan, La conquista de América: el problema del otro, Siglo XXI, México, 1985, ps-13-14
[ii] Arendt, The origins of totalitarianism, A Harvest Book, Harcourt, , New edition with added prefaces, San Diego, 1976.
[iii] Arendt, p.189. En adelante, las traducciones de las citas son versión libre del autor de esta ponencia.
[iv] Arendt, p. 189.
[v] Arendt, p. 190. El pasaje de En el corazón de las tinieblas, está tomado de la edición digital, disponible en Internet, en traducción de Sergio Pitol.
[vi] Arendt, ps.192-193.
[vii] Arendt, p. 194.
[viii] Arendt, p. 194, el énfasis es mío.
[ix] Arendt, . 195.
[x] Coetzee, Waiting for the barbarians, p. 5
[xi] Coetzee, The Age of Iron, Penguin, New York, 1990. Las traducciones son versiones libres mías. p. 63,
[xii] Coetzee, The Age of Iron, p. 80
[xiii] Coetzee, The Age of Iron, p 81.
[xiv] Coetzee, The Age of Iron, p. 64
[xv] Coetzee, Life & Times of Michael K. , Penguin, New York, 1985, K., p. 34. Las traducciones son versiones libres mías.
[xvi] Coetzee, Life & Times of Michael K., p. 22
[xvii] Coetzee, Life & Times of Michael K., p. 37
[xviii] Coetzee, Waiting for the Barbarians, p. 84
[xix] Coetzee, Waiting for the Barbarians, p. 104
[xx] Coetzee, Waiting for the Barbarians, p. 107.
[xxi] Coetzee, The Age of Iron, Penguin, New York, 1990, ps. 164-165. Las traducciones son versiones libres mías.
[xxii] Coetzee, Disgrace, Viking, New York, 1999, p. 94. Las traducciones son versiones libres mías.
[xxiii] Coetzee, Disgrace, p. 98.
[xxiv] Coetzee, Disgrace, p. 99.
[xxv] Coetzee, Disgrace, p. 210
[xxvi] Coetzee, Disgrace, p. 112. El énfasis es mío.
[xxvii] Coetzee, Disgrace, p. 156. El énfasis es mío
[xxviii] Coetzee, Disgrace, p. 199. Los énfasis son míos.
[xxix] Coetzee, Disgrace, p. 216.

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