Acercarse a la obra narrativa de Jairo Retrepo
Galeano por primera vez es una refrescante experiencia llena de emociones y
descubrimientos. Su más reciente novela
La marca de la ausencia (Caza de Libros, 2014) es una excelente puerta de
entrada a su obra (para quienes aún no la conocen), que se ha ido consolidando
a través del tiempo con premios y publicaciones que ratifican la calidad y
madurez de este escritor tolimense. Sus novelas
Cada días después de la noche (1996),
Narración a la diabla (1998/2008), Señales atendidas (2012), Soledad para dos (2013) y Mar (a) Mar (2013) además de varios
libros de cuentos dan fe de una carrera bruñida en el tiempo y en una elaborada
“cocina del escritor” para usar el término de Cassany.
Los aciertos de La marca de la ausencia, comienzan
con su título. Hoy día se cae en muchos casos en el facilismo
de bautizar novelas con frases cotidianas o lugares comunes. El
libro de Restrepo Galeano vale mucho más que por su título, por supuesto. Una
historia sencilla y directa entramada en una compleja polifonía de tejidos,
personajes, trasfondos y situaciones de nuestro país se logra en apretadas
ciento veinte páginas. El narrador es Eliseo Magdalena, también conocido como Jerónimo,
un maduro periodista y profesor universitario que vive en Cartagena y quien realiza
una investigación sobre el desplazamiento forzoso en nuestro país. Su alumna y asistente
de investigación, Adriana, lo acompaña a entrevistar a Jesús Lascarro, un
desplazado del Magdalena Medio y sobreviviente de la tragedia de Armero. Jesús
necesita encontrar trabajo como maestro, pero por encima de todo, precisa cerrar
una vieja herida de la tragedia, el reencuentro con su hija Lili, a quien perdió
de vista después de ser rescatados los dos del lodo de la avalancha.
La niña, en ese entonces de tres años, ha tenido un destino diferente. Sobre
este eje central, que jalona la historia de comienza a fin, se despliega el
andamiaje narrativo de la obra. Un estructura que está impregnada del más admirable
manejo del lenguaje, que en momentos parece alejarse de lo narrativo y
adentrase en lo poético: “El mar respira tórrido y moderad sobre mi cuerpo, se
encaja en mis ojos que lo miran”. “una vez terminada la melodía, flote como un
globo de aire caliente…”, “un cadáver no se define sino por su ausencia”.
La estructura narrativa es sofisticada, en
forma de malla, de tejido y a la vez, circular y de doble cara que se retuerce como una cinta de Moebius. Los intertextos abundan en la narración: sueños, relatos escritos por el mismo autor/narrador que regresan con fuerza, como
aquel sobre la esclava insurrecta Lorenzana de Acereto, evocaciones, alucinaciones, los testimonios de Lascarro sobre sus momentos
angustiosos cuando se ve atrapado en el
lodo de la avalancha con su hijita y cómo son rescatados por un
valeroso Antonio, el testimonio también de Jesús de su apogeo y miseria en el corregimiento
de Jesús del Río, al pie del Magdalena, una población sometida a los vaivenes
de la guerra, en la que nadie puede alinearse con nadie so pena de ser acusado
y ajusticiado bien sea por auxiliadora de la guerrilla o de los para-militares
o del gobierno, la entrevista con un sicario de los bajos fondos cartageneros.
Estos intertextos dan el sustrato necesario para que la historia avance de manera
fluida y armoniosa. De otra parte, quizá el gran mérito de la novela es su
construcción de espejos enfrentados, de cajas chinas que se contienen una a la
otra, de rostros que remiten y evocan otros rostros, de historias que se apagan
allá y se encienden aquí como en el acto de magia de un gran prestidigitador.
Los personajes parecen venir en duplas: Jerónimo/Antonio, Adriana/Anastasia,
Adriana/Lili, Lascarro/Antonio. El uno se desvanece en el otro, el otro se
funde en el primero, en una escenografía de sombras chinescas donde el azar, el
accidente choca con el determinismo de una oscura concatenación que hace que
todos los acontecimientos sean devorados en la entropía de la historia. El
lector duda, el autor sugiere, en un juego en el que uno y otro luchan por
desenmarañar las referencias circulares, el ourobouros
(la serpiente que se engulle a si misma), el personaje que se identifica en el
otro y que su punto de vista de desplaza de uno a otro en un remolino sin fin.
De manera paradójica, el principal acierto de
la novela se convierte en su talón de Aquiles. Como en cualquier obra de
creación, la cocina del escritor debe cuidar el ajuste perfecto de los
ingredientes, una pizca de más en un aliño, en un detalle, puede poner en peligro el delicado
equilibrio de temperatura, sabor, textura, colores del plato. En este caso, parecería
que hay un sobreuso de la técnica narrativa a costo de la narración pura. Hay
un artificio de más, una caja china, de las muchas, que parece excesiva; sobraría
alguna de las auto-referencias, como aquella entre Jerónimo y Antonio, por
ejemplo, en el juego de suplantaciones. Esta pizca de
más no alcanza a dañar el plato, si bien lo deja algo recargado en una obra tan
breve.
La novela, al final, sale adelante por la fuerza de la historia, por el
final sorpresivo, que si bien está prefigurado, obliga al lector a
volver sobre ella para enterarse de por qué no se percató del mismo desde el
comienzo (eso hace que una novela sea meritoria de por sí), por su preciosos
pasajes poéticos, por su retrato de la violencia y del desplazamiento forzoso de
nuestro país, y muy en especial, por cuanto es una demostración
palpable del placer estético, del placer del texto que es capaz de brindarnos
Restrepo Galeano en su obra. Buen apetito…
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