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Literatura colombiana: requerimos luces para la vida

Philip Potdevin





Literatura y realidad, como espejos enfrentados, permiten ahondar recíprocamente en los relatos que cada una construye de una época. Colombia, país atravesado por la violencia desde antes de su concepción republicana, y que aún hoy no logra sacudir el estigma del conflicto armado, sigue produciendo una literatura que, en gran parte, es ajena a su problemática social y peor aún, a su propia tradición.
La violencia de la primera mitad del siglo XX, tuvo sus rapsodas. Obras que permitieron denunciar injusticias, violencia, persecución y desigualdad social. Obras como Viento seco de Daniel Caicedo, quien en 1953 narró, en apretadas  setenta páginas, el horror de la masacre de Ceylán,  en el Valle del Cauca,  Carretera al mar de Tulio Bayer, El día del odio de J. A. Osorio Lizarazo, Lo que el cielo no perdona de Fidel Blandón Berrío, Calle 10 de Zapata Olivella, La mala hora de García Márquez; Chambú de Guillermo Edmundo Chaves, Siervo sin tierra de Caballero Calderón, Cóndores no entierran todos los días de Álvarez Gardeazábal, así como las crónicas de Pedro Claver Téllez, entre ellas El mito de sietecolores, sobre el paramilitar de su época (llamados bandoleros) Efraín González y Los últimos días de Sangrenegra; y por supuesto, también las crónicas de Alfredo Molano y Arturo Alape. Cada una de ellas dejó una profunda huella en la historia colombiana al retratar, desde la literatura, el horror de una época.
El poder, detentado por la segunda ola de hegemonía conservadora en cabeza de Ospina Pérez, Urdaneta y Laureano Gómez, y sus sucedáneos, Rojas Pinilla, y la amalgama concubinaria del Frente Nacional, hizo todo lo necesario por ignorar, reprimir y silenciar las voces de denuncia social.  Y con todo, surgieron y se atrevieron no pocos escritores a recrear y denunciar el conflicto social, desde las bananeras, pasando por el 9 de abril hasta los convulsos años posteriores, faltando, esto es cierto, una o varios novelas que registraran el contubernio del poder frentenacionalista y su horror de exclusión y violencia que terminó por encontrar en la acción armada de izquierda el grito de denuncia y de llamado al desconocimiento de la dictadura civil realmente existente. Una o varias obras que recordaran al país que en el origen de nuestro prolongado conflicto armado existen unos propiciadores, intelectuales y materiales,  muertos en la comodidad de sus hogares, y aún hoy, recordados como connotados expresidentes.
La pregunta que queda flotando es, si no se hubiera escrito Mancha de aceite, y Cien años de soledad –la primera, la menos conocida, del médico y novelista, César Uribe Piedrahita– ¿tendríamos hoy, la memoria indeleble de las injusticias cometidas contra los huelguistas de las bananeras y de la petrolera ubicada en el Catatumbo pero en territorio venezolano? Es la literatura la que provee a la memoria la presencia histórica en el imaginario social.
Hoy debemos preguntarnos, y no se trata de una postura retórica o academicista,  si la literatura que produce el país, tan copiosa y altisonante en títulos y autores, cumple la función de registrar la violencia y conflicto, social y armado de los años sesenta hasta el presente: la represión del paramilitarismo y del ejército, el llamado terrorismo de estado, herederos directos de la violencia conservadora, así como los desmanes y abusos de la subversión contra las poblaciones civiles y campesinas. Masacres, desapariciones forzosas, desplazamientos, violencia sexual, campos sembrados de minas, secuestros, asesinatos, atentados siguen en gran parte inéditos en la literatura que puebla las estanterías de novedades en el país. ¿Dónde está hoy el registro y la memoria literaria, la que más tiende a persistir, de tantos y tantos episodios recientes, de los años sesenta para acá, tan horribles o peores a los vividos en la Colombia de la primera mitad del siglo XX? ¿Dónde están las rapsodas para narrar las historias de los ocho millones de víctimas que ha dejado el conflicto armado reciente?
Para poder sintonizarse con el presente, la clave es reconocer y honrar la tradición. Quizás esto es lo que más falta hace entre los escritores. Hemos vivido de espaldas a nuestra propia tradición literaria, en especial de quienes han hecho las denuncias sociales de su época. Más allá de entrar a calificar los niveles alcanzados por los autores que nos han precedido –muchos de ellos mencionados al inicio de estas líneas–, el escritor debe conocer, reconocer y buscar, en su patio, las fuentes e influencias de su propia obra. Gran daño hizo, entre otros, el poeta Cobo Borda, al echar a rodar la bola de “la tradición de la pobreza” que supuestamente signa al país, desde sus orígenes, en una molicie improductiva, y con lo cual se lanza por la borda todo lo que antecede a García Márquez y, en su lugar, se ejercitan genuflexiones para prender incienso y erigir altares a otras tradiciones: la europea, la argentina, la mexicana, la norteamericana.
Basta con hacer una rápida encuesta entre los autores que hoy día publican y preguntarles por sus influencias: sacarán largas listas –casi siempre lugares comunes– que remiten a Kafka, Borges, Joyce, pero también nombres más recientes como Bukowski, Murakami, Pamuk, Oz, Roth. En fin, una larguísima lista extranjera. Parece vergonzoso admitir, entre las propias influencias, a Vargas Vila, Silva, Isaacs, Rivera, Rodríguez Freyle o más atrás, Solís y Valenzuela, el autor de El desierto prodigioso o el prodigio del desierto escrita en Bogotá a mediados del siglo diecisiete; ni qué decir de los ya citados Daniel Caicedo, J. A. Osorio Lizarazo, Tulio Bayer, Blandón Berrío, Gardeazábal, Caballero Calderón y P.C. Téllez.
El tema es más serio de lo que parece. Ni siquiera en las facultades de creación literaria, hay un estudio a profundidad sobre las raíces y tradiciones de la literatura colombiana. Para ir más allá, tampoco se conoce de manera amplia y suficiente otras literaturas tradicionales nuestras; apenas comienzan a despuntar cursos sobre literatura afrocolombiana y literaturas indígenas y originarias.
Si se hace un ejercicio elemental, entre los escritores contemporáneos, de que tanto conocen obras como Diana cazadora de Soto Borda, Toa y Mancha de aceite de Uribe Piedrahita, Barranquilla 2031 de Osorio Lizarazo, Las estrellas son negras de Arnoldo Palacios, Los dos tiempos de Elisa Mujica, Los piratas en Cartagena de Soledad Acosta de Samper o Ingermina de Juan José Nieto, el resultado será paupérrimo. No es necesario circunscribirse a la trilogía de María, La vorágine y De sobremesa para hablar de la tradición de nuestras letras. Rojas Erazo, Zapata Olivella, Vargas Vila, Zalamea Borda, Fuenmayor, Gómez Picón, Rojas Herazo son, entre varios, referentes obligados –pero lamentablemente ignorados, olvidados o soslayados– en las construcciones de tradición realizadas por los mismos autores en sus obras.
El recientemente fallecido escritor argentino, Ricardo Piglia, nos da una lección, desde su novela Respiración artificial, sobre la importancia que tiene para la persona de letras el reconocer y reconocerse en su propia tradición literaria. En ella hace un magnifico ejercicio en ese sentido para admitir a Arlt, Borges, y Sarmiento como los grandes faros de su propia obra. El crítico Jorge Fornet, en un estudio sobre Piglia, El escritor y la tradición*, recuerda la importancia que tiene para todo autor el saber desde qué tradición narrar. La pregunta es: ¿De qué modo logra el autor insertarse en su tradición y cómo esto determina, en gran parte, lo que va a escribir y cómo lo registrará?
El escritor, al pararse frente a la tradición se planta, a la vez, ante la historia; en primer lugar, la historia de su país, de su pueblo, de su gente. Por lo tanto, ignorar la tradición es ignorar la historia; es escribir de espaldas a una y otra. Y más que eso, es saber cómo pararse en esa mirada para que pueda trascender. Parecería innecesario resaltar que no hay opción, debe ser del lado de la voz de los marginados y de los olvidados. Por ello, literatura, memoria, historia, crítica y ficción van de la mano. Todo lo demás es terreno para los diletantes, aquellos que abundan hoy día en nuestra literatura nacional.  
Colombia ha entrado en una etapa definitoria de su historia reciente; el momento exige una literatura que le permita superar su pasado y abrir las puertas de la esperanza de otro país: uno incluyente, justo, tolerante y en paz. ¿Dónde están los escritores de hoy frente a esta tarea ineludible? En ese sentido la criba de una perspectiva social deja pasar muy pocos por el cedazo. En éste, como escoria, queda la gran mayoría de los nombres rutilantes que pueblan los estantes de novedades de las librerías del país: novelas, novelitas y novelistas escapistas, intimistas, de reflexión personal, juegos y divertimentos, la literatura light y el pastiche (en todas sus manifestaciones, vampiros, sagas juveniles, ciencia–ficción, homo-erotismo, seudo-intimismo) de una sociedad frívola, excluyente, que se niega a asomarse a una realidad social, exaltados a nivel de canon o, en su lugar, historias foráneas de ciudades y ambientes europeos,  norteamericanos –y hasta asiáticos– persisten en las temáticas actuales y, para colmo, son bien recibidas por una débil crítica, obtusa, parcializada y elitista; y, por supuesto, premiadas.
En otra dirección, pero también igualmente importante, poco desarrollo ha tenido la llamada ecocrítica en las letras de nuestra geografía, entendiendo por ésta la representación y defensa de la naturaleza dentro de las obras literarias. El magnífico edificio construido por Rivera en La vorágine ha tenido escasísimos seguidores para representar la magnífica, exuberante y muy amenazada naturaleza de nuestra geografía: ríos, páramos, agua, bosques, selvas y especies animales siguen siendo los grandes ausentes de nuestra literatura. Son pocas las obras literarias que se atreven a denunciar, en la misma línea, el daño ejercido por el gran capital contra la naturaleza, a través de la deforestación y la minería, contra páramos, ríos, bosques y contra las poblaciones campesinas  y las comunidades indígenas.
Por otra parte, la novela histórica, con sus amplísimas posibilidades de reescribir la «otra historia», la de los vencidos y poner en su lugar las artificiosas, sesgadas y mentirosas versiones de la “historia oficial” está poco presente entre las temáticas preferidas por los autores de la actualidad. Por contraste, basta con mirar como en España, ochenta años después de la Guerra Civil, se persiste en contar y recontar las atrocidades –pero también los dramas humanos–, vividas durante su guerra civil y su posguerra.
No todos los autores, afortunadamente, son escapistas y avestruces, para enterrar la cabeza en la arena y negarse a ver la coyuntura del país. Novelistas como Daniel Ferreira, Enrique Patiño, Rafael Baena (muerto en el 2015), Miguel Torres, Daniel Ángel, Óscar Godoy, Marta Orrantia, por mencionar solo un puñado, son autores que se han parado frente a la tradición, a la historia y la memoria de un país que necesita avanzar hacia otra etapa. Y como lo hiciera el maestro Simón Rodríguez en sus años finales, retomado por Arturo Uslar Pietri en La isla de Robinsón, brindan luces para la vida.
Y, con todo, nuestra literatura sigue padeciendo de insularidad. Con solo asomarse a la Feria del Libro de Guadalajara y a la de Buenos Aires, las dos grandes ferias latinoamericanos que superan con creces la de Bogotá, es suficiente para constatar que nuestros autores, y sus títulos más representativos, apenas si tienen cabida en esas latitudes. Ni mencionar, para nada, la ausencia casi generalizada en librerías españolas como La Central o Casa del Libro de los títulos más importantes de nuestra literatura.
Pero una cosa es circulación y mercadeo de la literatura y otra cosa es calidad literaria. Justo es reconocerlo, en general, la gran literatura del siglo XXI, con todos los recursos y medios con que cuentan los escritores para realizar su oficio –investigación, referencias, temas, revisión y corrección–, se ha ido perfeccionando al punto que no es suficiente ser aceptable o bueno; la excelencia no admite compromisos. En ese sentido, las letras españolas se han desprendido del pelotón de las literaturas latinoamericanas, tomando una ventaja apreciable frente a las de este lado del Atlántico. No es exagerado decir, que ni siquiera agrupando todas las letras de esta orilla, alcanzamos en cantidad y calidad lo que hoy día produce el suelo ibérico. Como si el “boom” latinoamericano hubiera renacido en España; hay que aceptarlo, y no a regañadientes, el ejemplo que es para nuestros escritores la producción literaria alcanzada hoy día en España. Allá se goza de una constelación de “monstruos” que ya quisieran muchas de las naciones de Nuestra América: Marías, Cercas, Muñoz Molina, Landero, Chirbes, Martínez de Pisón, Vila-Matas, Mendoza, Montero, Aramburu, Grandes: una muestra de las cumbres alcanzadas allá. Alguien se durmió en Latinoamérica en los gozosos años del boom y nuestra “madre patria” tomó el vigor, el impulso que bullía en el trópico y se lo llevó para sembrarlo entre el Cantábrico y el Mediterráneo, entre Portugal y los Pirineos.
No es posible que nuestra literatura siga, en su ceguera, de espaldas al país, sumida en “la banalidad del bien”, en una literatura apolítica y acrítica, como lo subraya Daniel Ferreira en el artículo incluido en este número (Ver pág. 4), ignorando la memoria, el pasado reciente, a las víctimas y a los desparecidos, a los despojados y a los desplazados, a los marginados de la sociedad. Que aquellos escritores tan promocionados y ventilados en revistas y librerías sigan sumidos en sus mundillos banales donde nada se arriesga, mostrando la perspectiva del “horror” de un país asolado por las fuerzas subversivas; así, los demás, los que perdurarán en el tiempo con su visión social, pueden dedicarse a reflejar el verdadero horror de los estragos ocasionados por la desigualdad, el capital, las fuerzas del poder. De no ser así, estaremos condenados a una literatura cada vez más insular.
J.M. Coetzee, quizá el escritor vivo más importante del planeta, y que ahora visita casi todos los años al país, lo ha demostrado hasta la saciedad en su literatura. Fue la perspectiva de los marginados, de las victimas del apartheid, la que le permitió hacer una gran literatura; y no al contrario.


Editorial de Le Monde Diplomatique, edición Colombia, Julio de 2017

* Fornet, Jorge, El escritor y la tradición, Ricardo Piglia y la literatura coargentina, FCE, Buenos Aires, 2007.


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