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LA CADENA INFINITA: UN DIARIO DE 1917 RECUPERADO


Un cuento de Philip Potdevin


A mis alumnos borgianos de la Central


“Ahora... pienso que si lo escribo, los otros lo leerán
como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí”.
BORGES, EL OTRO



Imposible permanecer imperturbable ante la persistente manía de nuestros analistas, cronistas e historiadores de la Revolución de Octubre de soslayar el nombre de Felipe Piñeros Otálora y su participación directa en los sucesos de 1917 en Petrogrado.

Ni sus contemporáneos, entre ellos el respetado Ignacio Torres Giraldo, en la voluminosa obra en cinco tomos, Los inconformes, ni el profesor Renán Vega, en su enjundiosa Gente muy rebelde, en cuatro tomos, ni el académico (y amigo) Héctor-León Moncayo, en sus sesudos escritos sobre los hechos de Octu-bre se incomodan en mencionar ni una sola vez a Piñeros, nacido en noviembre de 1890 en Hatoviejo (hoy Villapinzón) y quien antes de cumplir los dieciséis años había probado su vocación anarquista.
Expulsado del internado de los capuchinos en Tunja, al descubrírsele en una requisa el opúsculo De por qué ser liberal no es pecado, así como El socialismo de Estado, Piñeros se dirigió a Girardot (no son claras las razones de ese destino, probablemente buscaba acercarse a un puerto en el Caribe); allí, a orillas del Magdalena, se vinculó con el movimiento obrero. Pasó luego a Puerto Salgar, Aracataca y finalmente, Barranquilla.
Escribió incendiarios artículos contra la injerencia norteamericana (la herida del zarpazo al istmo lejos estaba de sanar) y los abusos de las petroleras y bananeras cebadas «como buitres» en el sudor y (sobre todo) la sangre del campesinado y del movimiento obrero. Firmaba, Un Ravachol criollo.
Descubrió también su disposición para las lenguas. Antes de partir a Europa, en marzo de 1916, se había adentrado en los vericuetos del francés y el alemán (el inglés, junto al ruso, lo habría de dominar después de desembarcar en Bremen, en sucesivas estadías, primero en Manchester, y más tarde, en Helsinki (que aún permanecía bajo el yugo del zar). En esta última conoció a un hombre de personalidad demoledora, un convencido hasta los tuétanos de la viabilidad (y proximidad) de instaurar la dictadura del proletariado en Europa. Y más específica-mente, en su Rusia natal. Ulianov-Lenín se había refugiado allí desde marzo de 1917, después de la instauración del Gobierno Provisional y desde ahí escribía incansablemente: proclamas, artículos, órdenes y directrices a los Soviets de toda la geografía rusa, así como comunicaciones cifradas a los camaradas que en Petrogrado enfrentaban por igual a mencheviques, socialrevolucionarios y a la burguesía, en general, que continuaba, esta última, ejerciendo influencia so-bre un títere, el débil e iluso Kerenski, para primero, mantener la guerra contra Alemania, y segundo, aplastar a los bolcheviques e impedir que entregaran el poder a los Soviets. Ulianov-Lenin convenció, sin demasiado esfuerzo, al joven extranjero que el lugar para dirigirse no era otro que Petrogrado. Piñeros Otálora, que para entonces había mudado su nombre, y quien poseía un olfato nada despreciable para el acontecimiento histórico, tomó un paquebote en Helsinki y al día siguiente desembarcó en la entonces capital rusa.
De su existencia me enteré hace años, en casa del lamentado poeta Henry Luque Muñoz, en medio de uno de los interminables almuerzos que organizaba en su apartamento del barrio Gran América, cerca de Corferias, durante la revisión de su libro final, Arqueología del silencio (un hermoso y premonitorio canto a su propia muerte que habría de ocurrir poco después en extrañas circunstancias), el cual ofrecí publicar en Opus Magnum, una editorial independiente que por entonces dirigía. Esa tarde, tras degustar un cordero al horno a las finas hierbas, y bañada la conversación por sucesivos y diferentes vodkas, de los más sutiles a los más enervantes, que Luque Muñoz había aprendido a «preparar» con especies, romero, laurel, pimientos, hierbas y ajíes, durante su estadía en la Unión Soviética, lo mencionó, pero con otro nombre.
Mi amigo había viajado a Moscú, junto a su mujer, la bella y refinada Sarita González, que después dirigiría el Archivo Nacional, a trabajar en una asignación ofrecida a autores latinoa-mericanos interesados en aprender el idioma para luego traducir al español obras de los clásicos rusos. Su estadía terminó abruptamente con el desmoronamiento del régimen soviético. Entre los dos alcanzaron a traducir obras de Pushkin, Lermontov, Gogol, Chéjov, Turguéniev y Sal-tikov-Schedrin. En esos años hicieron amistad con intelectuales rusos, y por supuesto, con una significativa colonia académica latinoamericana, auspiciada por el gobierno soviético para promover la cultura rusa en nuestras latitudes.
En medio de los vahos y vapores con que cada vodka iba envolviendo nuestro precario ra-ciocinio de esa velada vespertina, Luque Muñoz, más resistente a esos brebajes que mi inexper-ta garganta, descosió, casi casualmente:
—¿Te hablé de Yevgueni Mijáilevich Kalekrov? —preguntó y me guiñó el ojo tras echar su brazo sobre mi hombro.
—¿Algún escritor amigo de tu periplo soviético? —intenté adivinar.
—¡No! Un colombiano que vivió la Revolución de Octubre.
—¿Con ese nombre? —No pudo evitar una risotada. Temí que el vodka estuviese haciendo estragos en la hasta entonces formidable resistencia de Luque.
Se dirigió a la biblioteca (a la que nunca tuve acceso). Aproveché para pasar al baño y purgar el exceso de vodka. Al regresar, estaba allí, una sonrisa casi perversa, extendiendo un viejísimo cuaderno escolar, de tapas azules, doblado por la mitad, como para ser guardado en el bolsillo interior de un abrigo de invierno. Lo hojeé sin entender nada.
—Caligrafía cirílica —me excusé y lo devolví—. Parece un diario.
—El diario de Kalekrov. Escrito en Petrogrado, entre septiembre y noviembre de 1917.
Regresamos a la mesa donde había quedado el vodka y pasó a explicarme, con infinito de-talle, cómo se había hecho a la posesión del diario. Una joya histórica, de incalculable valor, anotó. Lo recibió, en un sorpresivo gesto de desprendimiento, de una amiga rusa, —a la que se refirió como Tatiana Nikolaevna—. Había estado en posesión de su familia desde las gloriosas (y difíciles) jornadas de la revolución. Primero, perteneció a su abuela (la babushka), luego a su madre y ahora a ella, en una curiosa genealogía matrilineal. Tatiana, aclaró, con una sonrisa llena de culpabilidad (vi cómo se encendió su rostro), era una hermosa y rubicunda rusa rubia que levantaba el recelo de Sarita cada vez que nos visitaba. Guardaba el cuaderno con la misma veneración con que los rusos conservan cualquier documento emitido entre la Revolución de Febrero y la de Octubre: periódicos—en especial, diarios como Rabotchi Put (La voz de los obreros), Soldat (El soldado), Derevenskaia Biednota (Los campesinos pobres) y Rabotchi i Soldat (El obrero y el soldado)—, volantes, proclamas, afiches, cartas, diarios personales, edic-tos, telegramas, resoluciones, llamamientos a campesinos, soldados, cosacos y obreros, declara-ciones, órdenes, discursos, artículos mimeografiados que pasaban de mano en mano. En fin, todo documento emitido por cualquiera de los bandos, partidos, instituciones, grupos, gru-púsculos, sindicatos, soviets, dumas, comités; incluso los provenientes de la aristocracia y bur-guesía, hasta los de los más radicales e intransigentes bolcheviques, pasando por el espectro medio de mencheviques, socialrevolucionarios y bolcheviques “moderados”.
Era un cuaderno escolar (ya lo dije), producido en las imprentas de Minsk, de los que so-lían ser distribuidos (hasta mediados de la guerra, pues la escasez comenzó a notarse pronto) por todo el imperio zarista. La calidad y blancura del papel era notable, libre de manchas y hongos a pesar del tiempo transcurrido; el palor amarillento acumulado por años era apenas visible. El cuaderno, es decir, el diario de Kalekrov, no estaba íntegro. Faltaban algunas hojas al comienzo y al final. Otras (cuatro o cinco) estaban malogradas. La humedad, quizás la lluvia, había emborronado la tinta azul que poblaba esas páginas. Se conservaban unas cuarenta o más hojas, calculé, colmadas de líneas y líneas de una apretada y nerviosa caligrafía cirílica.
—¿Y de qué trata? —pregunté, intrigado por lo que revelaba mi amigo.
—Un diario de campo —se limitó a decir.
Lo miré atónito, esperando brindara más información. No dijo más, entre retozón y desafiante. Entendí que no debía seguir preguntando. Lo que sí hizo fue invitarme a otro vodka y acepté, a sabiendas que cruzaba el umbral de cordura para el resto de la tarde. Lo hice con el anhelo de sacar algo más de información sobre el misterioso asunto.
Después de no uno, sino dos vodkas más, servidos puros (parece inútil aclararlo), Luque abrió más información. Explicó que estaba traduciendo el diario, algo especialmente complica-do pues usaba un ruso bastante precario, lleno de incorrecciones gramaticales y faltas de orto-grafía que hacía tortuoso el avance, además del esfuerzo natural de descifrar la titubeante, y no siempre correcta, caligrafía cirílica.
—No tengo duda de que el autor no era ruso, a pesar del nombre que ostenta la primera página. Se trata de una impostura.
—¿Una vil falsificación?
—No, no, no. Es un documento original, de los días de la revolución —aclaró—. Yevgueni Mijáilovoch Kalekrov no es más que un seudónimo usado con un propósito específico.
—Escapar de la persecución de sus enemigos en tiempos de turbulencia social y política.
—Por eso escribe en ruso. Y más que eso, pretende despejar (o intenta hacerlo) cualquier sospecha de ser extranjero, lo cual podía implicar, en esos momentos angustiosos, ser un espía alemán. La guerra europea estaba lejos de terminar, y de estos había por cantidades, sobre todo en Petrogrado, ciudad cosmopolita que daba albergue a personajes de muchas latitudes del im-perio, pero también a extranjeros.
—¿Y deduces que era extranjero por su forma de escribir?
—Si. A pesar de usar modismos y giros en boga en esos tiempos, su construcción gramatical es artificiosa y en muchos lugares incorrecta o al menos, acusa algunos aspectos impropios del ruso. Por ejemplo, ellos anteceden el adjetivo al sustantivo. Se dice Krásnaya ploshad, que es “roja plaza” para referirse a la Plaza Roja.
—Y Kalekrov cae en esos errores, de anteceder el sustantivo al adjetivo.
—También confunde tiempos verbales o la escogencia del verbo. No es lo mismo decir, en ruso, «Ahora voy a la escuela», «Que cada día voy a la escuela». Y Kalekrov, a pesar de tener, digamos, un aceptable nivel, revela su naturaleza foránea en ese tipo de giros.
—¿Y de qué lugar es, según tus conjeturas lingüísticas?
—Su idioma original es el español —enfatizó—. Un par de veces, ante la imposibilidad de encontrar el término exacto en ruso, lo pone en español. Por ejemplo, dice “madrugada” o “bochornoso”, en español, sin acudir al equivalente ruso.
—¿Y crees que era español? En España había muchos anarquistas desde esa época.
—Colombiano. …—Luque me miró sin parpadear detrás de sus gruesos lentes de miope.
—¿Me estás tomando del pelo? No hay rastro de ningún compatriota que haya participado en la Revolución de Octubre.
—Escucha esta entrada del 6 de septiembre. —Luque abrió una página señalada con una banderita de color, y tradujo, mientras leía en el original—. «Llegué (o soñé que llegué) en busca del rastro de un hombre que participó, en esta misma ciudad, en la revolución de 1905, llamado Semión Semionovich, pero que en realidad llevaba por nombre original, Frutos *** y que murió en el aplastamiento del Domingo Sangriento. Un hombre valeroso, nacido al otro lado del Atlántico, en una lejana tierra tropical. Ese hombre había venido a esta ciudad, a su vez, porque seguía el rastro de otro coterráneo suyo, quien estuvo involucrado en el atentado (exitoso) de 1881 contra Alejandro II y que provenía de las mismas tierras tórridas, un tal Ni-kolai Vassilievitch, que, en realidad, se llamaba Foción ***.» —Alzó los ojos—. Un hombre que viene a buscar a otro hombre, que vino a buscar el rastro de otro hombre.
—¿Y qué te hace pensar que este hombre, el del 17, era colombiano?
Luque pareció no escuchar mi pregunta.
—Oye esta otra, del 22 de octubre: «Anoche dormí mal. Pesadillas toda la “madrugada” (en español). Soñé de tierras lejanas. Salía de una choza, ubicada al filo de una cadena montañosa muy lejos del mar. Una neblina espesa envolvía todo, árboles, animales, ánimas. No era la neblina veloz e hiriente, como la que desprende el amanecer sobre el Neva y cubre en segundos la Perspectiva Nevski, sino un mantó denso, perezoso, informe. Un desfile de hombres bajaba por la ladera en dirección a una laguna en medio de unos altos picachos sembrados de “frailejones” (en español). Eran obreros, quizá esclavos. Iban en silencio. Me escondí tras un árbol. Pasaron sin percatarse de mi presencia, tal vez yo era invisible o estaba envuelto en la niebla. Pude precisar que llevaban, sentado sobre una litera, a otro hombre, al director de la fábrica o alguien así. Estaban todos casi desnudos, a pesar del frio y la llovizna que comenzaba a caer. El hombre de la litera miraba al frente, estático, abstraído en sus pensamientos, o ausente. Su tez era cobriza, los rasgos agudos, su frente amplia y aplanada, quizás alterada desde la niñez con tablillas para embellecer su perfil. Lo más notorio era su piel cubierta de un polvillo dorado. Oro. Me desperté muy agitado».
—La leyenda de Guatavita —señalé, abismado.
—Eso no lo podría haber escrito un ruso de origen.
—No sé; pudo haber leído ese episodio en cualquier crónica. Y luego lo soñó.
—¿Y qué dices de la mención de los frailejones, en español?
Estaba desconcertado. La mitad de mí se inclinaba por un rampante escepticismo; la otra quería darle crédito a la hipótesis de Luque.
—¿Y cuál era su verdadero nombre? —Traté de puyarlo.
—Eso aún no lo sé.
Nos despedimos. No volvimos a hablar jamás del asunto. Meses más tarde, poco después de que su canto de cisne se publicó, una tarde recibí la llamada de un alumno suyo de la Jave-riana.
—Henry Luque ha muerto —dijo el joven, poeta también, tras un breve saludo.
No entendí, no quise entender. Ninguna explicación, salvo la salvaje noticia. Después Sari-ta intentaría explicar lo inexplicable. Casi dos semanas atrás, unos criminales entraron a su piso y robaron, en ausencia de los dueños, los computadores y discos duros del poeta. Toda su obra. La publicada, revisada y corregida, lista a ser reeditada y, más grave aún, varios libros de poe-sía, de crítica, y traducciones en distintos puntos de avance, desde etéreos bocetos hasta obras terminadas. Una pérdida irreparable. Atroz. Henry cayó enfermo y murió días después, sin recuperar el conocimiento desde el primer ataque.
El resto de esta historia es una pesquisa adelantada a cuentagotas, con progresos ínfimos, fragmentarios, entre un proyecto y otro. Quince años han pasado desde ese almuerzo en su departamento. Dos hechos fortuitos me pusieron, por fin, en el sendero luminoso de la verda-dera identidad de Kalekrov. El primero, un sorpresivo encuentro hace un par de años con Sari-ta, durante un homenaje a su esposo. Ella, inesperadamente, me entregó el diario de Yevgueni Mijáilevich.
—Hubiera sido la última voluntad de Henry contigo, de haberla podido expresar. Él sabía que podrías hacer buen uso de él.
No pude contener mi emoción. La abracé.
—Es una tragedia que no sepa leer ruso.
—No es necesario. He terminado la traducción que Henry dejó inacabada. Aquí está.
Me entregó una memoria usb. Allí he podido comprobar las múltiples referencias que hizo Kalekrov sobre su origen, un origen tan distante a la enigmática y hermosa Petrogrado, con sus cortos, fríos y lluviosos días de octubre, un origen tan lejano de la plaza Senatskaia, un origen tan apartado de la Perspectiva Nevski, del Neva, del Palacio de Invierno, del Smolny (el cuartel general de los Soviets y del Comité Revolucionario). Página tras página Kalekrov, además de relatar su activa participación en esas jornadas, el alzamiento, la solidaridad de las masas, la huelga generalizada, la entrega de armas a los obreros, la manifiesta debilidad del Gobierno Provisional, va desperdigando alusiones a una remota realidad: el asesinato, con hachuelas, de un líder político por dos artesanos reaccionarios; un país feudal en manos de terratenientes y líderes de la iglesia católica; el desmembramiento de ese país por la codicia gringa; un pueblo arrojado a un sinfín de guerras civiles por «rojos y azules» donde los que mueren son campesinos para despojarlos de sus tierras; una fría capital, aislada entre montañas, ignorante de las necesidades del pueblo con hambre que vive en las tierras bajas y en las altas de una geografía donde abundan selvas, ríos, nevados, valles y llanuras. ¿Qué más indicadores se pueden pedir?
El otro hecho providencial, en la intermitente reconstrucción de esta biografía, es haberme tropezado con un artículo publicado en El obrero rojo de Girardot el 7 de noviembre de 1916, y firmado por “Un Ravachol criollo”. Un llamado a la huelga de los obreros ferroviarios. En un premonitorio fragmento, afirma: «Un camarada ruso, de nombre Yevgueni Mijáilovoch Kalekrov, ha llegado de las lejanas estepas del Don y el Volga, para acompañar a los obreros nuestros es sus reivindicaciones justas». Allí comprendí todo. El Ravachol criollo, era el mismo Kalekrov, el uno y el otro, fundidos en una misma vocación. Solo faltaba identificar su nombre vernáculo. El periódico lo consulté en un microfilme en la Biblioteca Luis Ángel Arango. En la bandera se menciona a los «Colaboradores de este número». Hay tres o cuatro nombres, todos, menos uno, fácilmente trazables e identificables. Sobresale un tal Felipe Piñeros Otálora. Pes-quisas posteriores, una libreta de calificaciones del internado de Tunja, la solicitud (la foto ha sido removida) de su pasaporte expedido en Barranquilla antes de embarcarse para Europa, un examen grafológico comparativo que encargué a un experto, y el nombre que aparece, reiteradamente en los archivos del Directorio Obrero del Litoral, de Barranquilla, de La sociedad obrera de Aracataca, del Mutuo Auxilio de Obreros de Girardot, del Directorio Socialista de Bogotá (que, a la vez, muestran su trayectoria desde la capital hasta Barranquilla, de donde parte hacia Europa), demuestran, lejos de toda especulación, quién era, en verdad, Kalekrov.
El laureado historiador soviético, Tchudziánov, sostiene en el apéndice 46 de El alzamiento de octubre, que Yevgueni Mijáilovoch Kalekrov —es decir, Felipe Piñeros Otálora—, murió en Petrogrado, a fines de noviembre de 1917, víctima de la represión desesperada de un con-tingente cosaco que se negaba a plegarse al triunfo de la revolución, cuando esta ya era irreversible. Veían en el misterioso extranjero, un seguro espía alemán al servicio de los bolcheviques. Después de Luque Muñoz, ahora que he develado la cadena infinita, descubro que el siguiente eslabón en ella soy yo.

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