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La humanidad en su mansedumbre




El presidente de la Andi, gremio que asocia los capitales industriales más grandes del país, y que suele ser vocero de las políticas estatales, lanzó en días recientes una campaña con la intención, dice, de poner fin a las cuarentenas obligatorias y regresar de manera segura al trabajo. La campaña se presentó como de “cultura ciudadana” y pretende desplazar la responsabilidad individual hacia un sistema de vigilancia, denuncia y estigmatización de los demás ciudadanos contra cualquier posible infractor. Es decir, un sistema de delación generalizada donde corresponde ya no al Estado sino a la ciudadanía perseguir al individuo insumiso. Afirma MacMaster (1) en una reciente entrevista:

Claro, no puede ser un tema solamente represivo, no puedes convencer a todo el mundo a punta de policías, porque tendrías que tener (sic) uno por cada ciudadano para que esté mirando cómo se comporta la persona. Por último algo muy importante. Este es un tema tan grande en términos de responsabilidad que no se trata de cuidarnos nosotros mismos. Tenemos la responsabilidad de cuidarnos por los otros, y la gente tiene el derecho de pedirles a los otros que se cuide (sic), porque si no lo hace (sic), no solo pone (sic) en peligro su salud, sino el empleo, el país, su desarrollo, pone (sic) en peligro muchas cosas.

La entrevista está acompañada de una foto, presumiblemente en Medellín, en la que un ciudadano es sorprendido en la calle sin tapabocas y se ve rodeado de personas amenazantes que le muestran una tarjeta roja con una cara encendida. Es una distorsión de las campañas de Mockus cuando se amonestaba amigablemente a la gente por cruzar la calle fuera de la cebra peatonal o por conducir su vehículo de manera inapropiada. Aquí, bajo el ropaje de una nueva cultura ciudadana se trasluce una forma de amansar la humanidad a partir de exacerbar el miedo al contagio.


¿En qué momento se da el desplazamiento de la fuerza coercitiva del Estado para que sea la ciudadanía en general quien asuma la función de vigilancia y represión? La acusación, el señalamiento público, la delación es una forma antigua de control social. En los últimos años se ha extendido desde los sistemas de justicia anglosajones a otras latitudes. Recompensas y estímulos por el señalamiento abundan; de la misma forma cuando el acusado “coopera” y delata a sus colaboradores o cómplices goza de exenciones y disminuciones de la pena. En ese orden de ideas es más beneficioso delatar a los demás que asumir la responsabilidad por la infracción cometida. Así funciona la lógica del sistema acusatorio.


En el trasfondo, no se trata de amonestaciones o reconvenciones para desestimular una conducta sino de generar un condicionamiento social por la supuesta irresponsabilidad frente a los demás. Las medidas se multiplican y apremian al individuo. En solo un par de meses el ciudadano ha perdido sus libertades más esenciales, atrapado entre dos fuegos: autoridad y miedo. Para que la autoridad funcione se requiere, al otro lado de la ecuación, sumisión, docilidad; y para que esta sea más efectiva nada más fácil que inocular miedo, que produce un efecto paralizante.


Evidencia de lo anterior son las múltiples medidas presentadas como de protección, autocuidado, cuidado responsable, protocolos de seguridad, cámaras 5G, toma de temperatura corporal y hasta pruebas de saliva en la calle a transeúntes desprevenidos. Aparecen recomendaciones para que en las estaciones de transporte masivo y en los vehículos del sistema no se hable, cante, hagan llamadas, no se coma o se beba, tampoco se deben dar la mano, abrazos ni mucho menos besos (2). El silencio, el amordazamiento, el condicionamiento, el distanciamiento llevados a los límites de una imperceptible pero profunda alienación del ciudadano. Se entregan día a día, paso a paso, voluntariamente o a la fuerza, las libertades y necesidades sociales más elementales. Todo por una causa: sobrevivir.


En cien o más días de cuarentena el ciudadano ha interiorizado el mensaje machacado por gobernantes, la OMS, los medios y ahora la propia ciudadanía sobre la gravedad de la crisis. Puesto contra la pared, el individuo se encuentra en una angustiosa lucha por sobrevivir: evitar a toda costa el contagio y buscar a aquellos posibles propagadores del mal. El sospechoso puede estar en su más estrecha zona de convivencia: su casa de habitación, su pareja, su familia, su círculo de amigos o vecinos. La desconfianza puede recaer sobre cualquiera: ahora el foco está puesto sobre las personas asintomáticas o presintomáticas (3). En otras palabras, nadie está libre de sospecha; las analogías con un régimen de terror de las peores dictaduras de la historia son inevitables. La distopía está aquí y ahora: antes de pensar en delinquir ya eres sorprendido.


Por eso aparecen las persecuciones, el vandalismo, las estigmatizaciones, las amenazas anónimas contra cualquier persona que a juicio de quien sea puede ser agente de contagio. En situaciones extremas como la presente, sale lo mejor y lo peor del ser humano. La solidaridad, la compasión, la preocupación por el otro, pero igual el odio, la intolerancia, la desconfianza, la persecución.


Develado ahí el espíritu de la “nueva normalidad”: todo ciudadano es sujeto de vigilancia, no solo estatal sino de cualquier persona quien, escudada tras la razón de no verse en peligro, señala al otro para que se “comporte” de acuerdo con las nuevas normas de condicionamiento social. Comienzan a surgir redes de apoyo en los barrios y entre los residentes de conjuntos que se encargan de identificar, denunciar y pasar a las autoridades datos de cualquier vecino sospechoso de poner en peligro su propia vida o la de los demás. Un sistema de delación primitivo y eficaz, como el que se impuso, por ejemplo, en la España franquista, donde los vecinos eran los encargados de denunciar a cualquier persona que pudiera tener alguno tipo de simpatía con los ideales republicanos.


Estado, individuo, ciudadanía son tres lados de la problemática. La pregunta que subyace es ¿sobre quién debe recaer la responsabilidad por el cuidado de la salud, específicamente con el tema del contagio? ¿Es el Estado el que debe sentirse responsable de ello? ¿Es el ciudadano quien debe aprender el autocuidado y asumir la responsabilidad que le corresponde frente a los demás? ¿O son los otros ciudadanos los que deben velar por la salud y el comportamiento de sus semejantes? Y más allá: ¿Cuáles son las fronteras o puentes entre estas tres partes del triángulo? ¿En qué lugar se entrecruzan esas responsabilidades? Estamos en la confluencia de ciudadanía, ética y política (4); una discusión que aparece en el primer plano de la coyuntura aflorada por la crisis actual.


Hay un transvase de efectos originados en las medidas represivas desatadas por los estados. El miedo y la frustración generados por los decretos de cuarentena, la prohibición de desplazarse entre ciudades y países, y el cierre forzado de empresas y comercio llevó a un estado de zozobra en la ciudadanía confundida ante la magnitud del mensaje; esto a la vez produjo en cada individuo un torbellino de emociones que oscila entre dos extremos, de un lado, la indignación por ver vulnerados sus derechos más elementales, y del otro, el síndrome de la cabaña, en el cual las personas ya no quieren salir de su refugio por miedo al contagio.


El efecto es perturbador. Muchas personas aparecen reacias a emerger de la cuarentena o permitir que sus familiares lo hagan. El hecho se manifiesta, por ejemplo, en asociaciones de padres de familia que rechazan la posibilidad de que sus hijos regresen a las aulas y exigen que continúen bajo educación virtual, con todas las implicaciones que esta trae en los niños. Es el triunfo del miedo, de la desconfianza, la sospecha como una caja de Pandora abierta y que ya nadie sabe cómo hacer para que los males liberados regresen para volverla a cerrar.
El individuo del 2020 se ha contagiado más rápido del miedo que del virus, y es el miedo el que ha generado una reacción en cadena que ha parado en seco las economías pero también ha erosionado la precaria posición de la clase media. empujada nuevamente a niveles de pobreza. La pérdida de empleos, así como de la confianza en una pronta recuperación hace estragos en el equilibrio emocional; el ciudadano se ve más frágil ante un inminente contagio; la enfermedad y la muerte parece cada vez más cercana.


Este miedo ha convertido en dóciles conglomerados a poblaciones enteras, que aceptan sin cuestionar las opiniones de expertos, medios, gobernantes, instituciones y organizaciones de la salud. Y entre la confusión, los gobernantes titubean, cambian de opinión, ensayan medidas; hoy recogen lo dicho ayer vehementemente y afirmar lo contrario. El desconcierto ante lo inédito de la situación es generalizado.


Lo que perdura es la pretensión de mantener a la multitud sumisa; en el pasado ningún otro experimento en busca de ese fin fue tan efectivo. En virtud de lo anterior, la mayor preocupación de los gobernantes hoy no parece enfocarse en reactivar la economía o en preocuparse por la salud mental de los ciudadanos o en aumentar el numero de ventiladores para las uci, sino en denunciar y reprimir los brotes de indisciplina de personas o grupos que resisten a doblegarse y que desafían las medidas de confinamiento y protección y se desahogan bien sea saliendo a las calles o celebrando fiestas y reuniones sociales. La nota de “color local” la ponen las burrotecas donde a un jumento se le cuelga un equipo de sonido para que itinerante vaya amenizando fiestas de patio en patio.


Pero el tema es mucho más serio. Las voces de catedráticos, pensadores, incluso médicos –como el británico Vernon Coleman (5)– que se erigen en contra de estos mecanismos de dominación y alertan sobre la manipulación mediática de que es víctima la ciudadanía son acusadas, generalmente por los sectores más conservadores, de hacer eco a las teorías conspirativas o simplemente de estar mal informadas. La mayoría parece preferir el cobijo del miedo, del confinamiento, del distanciamiento así vaya en contra del sentido común, de la razón, de la conciencia profunda sobre el verdadero cuidado del cuerpo, de la salud y de los otros.


Con todo, parece aflorar entre la espesura de la pandemia y sus turiferarios, una ética del cuidado personal que pasa por la autoconciencia, la pedagogía, el aprendizaje y el asumir cada cual una responsabilidad frente a sí mismo y a los demás. Esta ética debe pasar por el deber y la aspiración a una civilidad pública, de razón pública, como diría Rawls. Es necesario abandonar las expectativas de que es la autoridad, en el ejercicio de un poder opresivo, hegemónico y dominante, en manos ya sea del Estado o de una ciudadanía como cuerpo vigilante, la que sacará a la humanidad de la crisis civilizatoria en la que está inmersa. Es el individuo en su dignidad humana, en su grado de conciencia elevada, cultivada y despertada por sentimientos de solidaridad, de mutualismo, de reciprocidad, quien puede abrir el camino a esa “nueva normalidad” –pero no la que se quiere imponer– sino una normalidad ética de respeto a sí mismo y al otro; ajena y refractaria a las mecanismos de dominación que pretenden sumir en la mansedumbre al planeta entero.

 

1. Cultura ciudadana, la apuesta de la Andi para dejar el aislamiento. El Tiempo, 24 de junio, p. 1.6
2. Consejos para usar el transporte en medio de la pandemia, El Espectador, 27 de junio, 2020, p. 4.
3. Los asintomáticos, el talón de Aquiles de la pandemia, El Espectador, 24 de junio, 2020p. 8
4. Universidad de La Salle, Vicerectoría de Investigación y Transferencia, Ciudadanía, Ética y Política, en www.lasalle.edu.co
5. Vernom Coleman, En torno a la pandemia, en https://www.youtube.com/watch?v=ZtdQlsFj5Qw

 

*Philip Potdevin: Escritor. Miembro del consejo de redacción de Le Monde diplomtique, edición Colombia

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