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Cinco relatos eróticos de cinco jóvenes autoras - Cuarta entrega

Otro relato de la serie de relatos eróticos producidos en las clase de Creación de Narrativa Erótica del perorado de Creación Narrativa de la Universidad Central, Bogotá, mayo de 2016.


VIAJE A SORRENTO

Natalia Soriano Moreno
Alumna de tercer semestre





El músico entrega su calor a la guitarra, ella le permite palpar sus curvas y adueñarse de sus cuerdas, a cambio de que la deje apoderarse de su cuerpo, de sus emociones y pensamientos. Al unirse producen un sonido que se desliza por la madera y de las ventanas emana un aliento que mantiene encendida la llama de las velas, silenciosos testigos de nuestro encuentro. El ambiente se viste de sosiego; digo sosiego porque el tiempo se descose y el alma se eleva, flota como un submarino sobre la noche. La luna nos abraza a todos; susurra a los solteros, acompaña los viudos, ampara a los amantes y a aquellos que anhelan serlo. Esa luna ha aprendido a escuchar la música, las conversaciones, las risas, los besos; el vino al caer en las copas, las sillas al arrastrarse, el plato que resbala de la mano y se quiebra.

Cuando el mesero llega a nuestra mesa, ubicada en una de las esquinas del lugar, mi concentración se desvanece; no puedo escuchar al hombre de la guitarra con la misma atención. Le solicito llenar mi copa de vino por tercera vez, nos sirve la pasta en salsa de nueces, hace una reverencia y se marcha. El olor a nueces, aunque leve,  dibuja en mi mente la primera semana de este viaje a Sorrento, el mantel azul me recuerda al mar.

Las gaviotas, cometas del cielo, jugaban al escondite con el sol; las nubes eran su refugio.

 Camino por la cubierta dominado por el calor. Pienso en Lucia, mi única hija, quien al saber de mi gusto por la cultura romana y griega organizó este viaje, para que yo pudiera visitar el museo Correale di Terranova donde se exponen los restos hallados de ambas civilizaciones.

El aire sabía a nuez; comí la última que quedaba en el paquete. Mi cuerpo era otro mar; el sudor se asentó bajo el puente de mis gafas, sobre mi frente, en la cueva que se halla entre brazos y hombros, podía sentir su olor. A mi lado derecho había una jovencita, de unos veinte años de edad, sentada de espaldas. Me recordó a las sirenas misteriosas que duermen bajo el océano. Tenía esa postura tan perfecta, recta, tan enigmática, capaz de atrapar e invitar a quién la observa para explorarla, para escucharla, porque habla en el silencio. Se recogió el cabello; dos libélulas de oro se posaron sobre su cabeza, una a cada lado, para proteger sus rizos rojizos. El viento bailó alrededor de su cuello; se apoderó de su desnudez. Se adornó con un collar. Sus manos, esas manos delgadas y delicadas como hilos que tejen las estrellas para luego mecerlas, buscaron desesperadas el broche. Llevaba un vestido dorado de encajes, muestra de frescura, que daba libertad a sus piernas y brazos. Tomó un espejo, lienzo donde se reflejan los secretos de los rostros. Mientras se admiraba, me descubrió. Giró su cuerpo y me saludó, me saludó con una sonrisa, con la alegría de haber encontrado a un ser querido que habitaba en la distancia y se pensaba había sido ahogado por el tiempo. Levanté mi mano,  respondí a su saludo para que me viera afable y respetuoso, me alejé en dirección al restaurante para tomar mi desayuno. Me pregunté: ¿Quién era la jovencita? ¿Por qué me saludó? ¿Le respondí solo por amabilidad o había algo más?

Las olas impulsaron el barco, los peces lo siguieron, el mar lo arrulló; lo llevó a conocer su inmensidad.

Ese mismo día, en el momento del almuerzo, di respuesta a una de mis preguntas. La jovencita se llamaba Bianca, era la cantante del restaurante y se presentaba siempre a esa hora. Cuando empecé a escucharla  sentí que su voz recogía las cenizas de mi alma y encendía de nuevo la hoguera que la vejez, las angustias y las penas habían sofocado. En una ocasión, me acerqué para agradecerle por su canto y confesarle el poder que este tenía en mí. Ella respondió a mi gesto de amabilidad con un abrazo, un abrazo de aquellos que aún después de terminados no dejan de sobrecoger. A partir de allí entramos en contacto: le comenté acerca de mi divorcio, de Lucia, de mi nieta y del motivo de mi viaje, hablamos de nuestra vidas, una vez quise saber sobre su lugar de origen y ella me contestó: «Vengo de donde nace el mar, allí la luz y la oscuridad se hacen burbuja. Mi tierra es profundidad y canto, cobija los restos de los marinos y los barcos que han naufragado. Mi familia es desconocida para los hombres y la historia». No comprendí su respuesta.

La acompañaba a sus ensayos, recorríamos en las tardes el barco y acordamos cenar siempre juntos.  

***
Me duele la cabeza, siento como si un enjambre de avispas volara allí dentro y se golpeara contra las paredes de mis pensamientos, perdidas, confundidas, ansiosas por encontrar una salida: descienden por mi pecho, se deslizan por ambos brazos, recorren el abdomen y las piernas. Las percibo alborotadas, desesperadas, sus alas dibujan el temblor que abraza a mi cuerpo. Bianca me pregunta si estoy bien.  Trato de enmudecer las avispas, luchar contra el estremecimiento que ellas me producen y así poder responderle.

—La noche ha terminado para mí, creo que el vino se ha aprovechado de mi vejez, deseo marcharme —digo con una sonrisa.

Bianca arrastra la silla, se levanta, me ayuda a ponerme en pie. Se hace brisa para proteger y transportar esa pluma, indefensa y frágil en la que me he convertido. Manos y piernas me han abandonado; camino sin percibir mis pasos; se pierden en el vacío. Mantengo el equilibrio, soy consciente de lo que sucede y ha sucedido; sé que dejé mi pasta servida, que tropecé al subir la escalera y que me encuentro en un camarote ajeno. ¿Por qué sé que es ajeno? Porque no huele a margaritas.

Por mi cuenta me dirijo hasta la cama, retiro el cobertor, me recuesto con lentitud para disfrutar la caída. Bianca me quita sombrero, gafas, medias y zapatos, me pide descansar;  ella se ira a cambiar. Los parpados abrigan mis ojos, las avispas continúan en mi interior; la oscuridad no ahoga los temblores. Me transformo en sueño, pero de pronto una caricia en mis tobillos, una caricia de viento cálido los atrapa y  me obliga a despertar. Frente a mi está Bianca, trae el cabello suelto y una pijama de lino blanco; es un vestido de tiras, con encajes en la parte superior e inferior. La encuentro atrevida; atrevida porque está dispuesta al susurro de un beso, a un tímido roce, a soportar las heridas del placer; a la espera de un amante que se apodere de su prenda.

—¿Por qué me despiertas de esa manera? —pregunto mientras me froto los ojos.

—Es la primera vez que la uso —dice deslizando las manos por la pijama—  guarda ese aroma a nuevo, ese aroma secreto que no logra definirse ¿Quieres oler? —Se acerca con delicadeza, como si caminara sobre cristal.

—Nunca pregunté por tu pijama —respondo con rabia—. Sé que la confianza ha germinado en nosotros, pero creo que aún sus  pétalos son débiles y no son capaces de soportar esta tormenta a la cual deseas enfrentarlos —añado cuando siento que su lengua traza un sendero sobre mi mejilla.

—¿Dices que es mi tormenta? —Me da un beso en el cuello e interrumpe su pregunta­—. ¿Únicamente soy yo la lluvia, el trueno y la brisa que estremece? —Ríe—. Yo pensaría que es nuestra tormenta,  nuestro desastre incontrolable que arrasa hasta con nosotros mismos.

—¡Cállate, Bianca! —grito—. Quiero marcharme, huir de tus roces, olvidar tu cuerpo.    

—Ven, transformémonos en cielo, formemos nubes con las caricias y demos vida a esta tormenta  —dice mientras juega con los vellos de mi pecho.  

Percibo el olor a uva de su perfume; esa uva inocente y terneza que me recuerda a Elena, mi nieta. La dibujo sobre el rostro de Bianca, no soy capaz de tocarla, es un jazmín que canta a la juventud y no merece que esta abeja de alas destruidas se pose sobre ella; no merece que una lluvia seca,  que ya no nutre la roce. ¿Por qué cruzar el precipicio de los años? ¿Por qué enlazar la primavera con el otoño? Soy un molino que ha olvidado moverse y no tiene fuerzas para rememorar, solo espero el momento en el que la brisa, que antes me impulsaba, me destruya; me haga volar lejos de este campo del cual me siento ajeno. ¿Podré complacerla? ¿Aumentaré su deseo o lo veré sucumbir frente a mí?

Soy débil ante la caricia del tiempo que se ha llevado el color de mi cabello y el fulgor de mi rostro. Mis alegrías agonizan, mis sueños han envejecido, mis recuerdos se esconden tras los pliegues de esta piel que ya no palpo, ni amparo, ni observo ante el espejo. Me siento afligido por los abismos de mi historia, esos que nunca cruce,  a los que el miedo hizo cada vez más inmensos.  Me recuerdan lo inconcluso y  olvidado de mi vida. Los días se arrastran; han perdido su fuerza y sus ánimos por sorprenderme. Creo que se han aburrido de mí.

Bianca comienza a cantar y me quita la camisa; el rostro de Elena desaparece. Sus manos me desencadenan de los temores y los años, los besos resbalan por mi piel. Permito que la noche, manto infinito, nos oculte y que las sabanas abriguen nuestras emociones. Los temblores se marchan; las avispas han muerto. Intento dominar mi cuerpo pero el deseo me dirige. Destrozo la pijama, guardiana de su belleza, admiro su desnudez, me apodero de sus cumbres, esas cumbres juveniles que conquisto con mis manos; exploro su cintura, trazo figuras invisibles en su vientre y cuando trato de acercarme a su arco, ella desciende, desciende con el sutil movimiento de una serpiente en el agua. Me desabotona el pantalón y lo baja junto con mi ropa interior,  con la dulzura que se toma una flor recién cortada levanta mi sexo. Abre la boca y lo hace suyo, la lengua sube y baja, su saliva recorre el recuerdo de mis otras mujeres,  siento sus dientes como pasos, pasos cortos que se adueñan de mi carne blanda.

Afuera, el horizonte eleva al sol en sus manos con lentitud, la luz besa las olas; las atraviesa, las estrellas se despiden. Dentro del barco, en uno de los camarotes se escucha mi muerte, agonizo, agonizo; una habitante del mar me cuida.

Bianca se aleja, abandona el momento, su frente se pliega como la mía a causa de la repulsión. Escupe mi semilla; la que ha caído en su boca. Salpica el suelo con el líquido blancuzco y viscoso como miel que sale de ella.

Somos calidez. Mi silencio la llama, se recuesta sobre mi pecho, palpa mis canas. Le doy una palmada en las nalgas, una palmada fuerte que hace vibrar su piel, en la que está contenida toda la exaltación, todo el frenesí, todo el descontrol de mi cuerpo.

—¿Por qué me saludaste esa mañana que estabas sentada en la cubierta? —Mi dedo índice rodea su hombro—. No me conocías. ¿Te recordé a alguien?

—Cuando te observé a través del espejo  —cierra los ojos y responde—  alcancé a percibir en tu rostro, resguardado por la sombra de tu sombrero, el color de mi tierra, ese color misterioso.  — Suspira—. En tu vejez se ocultaba una magia, entonces te saludé para descubrirla.

—¡¿Cuál magia?!  —Levanto la voz— ¿Por qué nunca hablas con claridad de tu tierra?

Nadie responde. Bianca se ha vestido de mudez; ahora se entrega a sus sueños.  Tomo la sábana que nos cubre para impedir que la tibieza que hemos avivado se pierda. Sonrío, me hago oscuridad.

La luz atraviesa la ventana y se acerca a mí. Despierto, Bianca no está, seguramente ha ido a desayunar, los restos de su pijama se encuentran sobre el armario. Me levanto, me visto sin antes bañarme; quiero evitar que el olor de la noche anterior desaparezca, salgo del camarote con el deseo de encontrármela para rememorar sus labios, sus ojos y su nariz. Llego al restaurante pero no la veo, pregunto por ella a los meseros y me dicen que no ha estado allí. Vuelvo al camarote, todo sigue igual. Una lanza proveniente de la nada me atraviesa; la angustia de no encontrarla lastima mi alma. Voy a la cubierta, regreso al camarote, hablo con algunos de los pasajeros; visito nuevamente el restaurante, pero sólo me topo con su vacío, con la ausencia y su voz que se desvanece. Me siento como un polluelo herido que ha caído del nido y espera en vano a su madre. Arranco la alegría de mí, la quiebro, arrojo sus restos al suelo; no deseo nada, no quiero el cielo, ni las gaviotas. Camino por la cubierta, la soledad me abriga, desde la proa contemplo unos rizos rojizos y un cuerpo femenino entre las olas. Me inclino sobre la baranda para tener mejor visibilidad, me doy cuenta de que es Bianca.

—¡Bianca, Bianca! —le grito, desesperado.


Pero ella no me escucha.  Su cola de pez dorada queda al descubierto; juega con el mar. Lo entiendo todo, se ha transformado para mí. Pienso en lanzarme del barco para convertirme en marinero y que su canto me lleve a la muerte, a la perdición, pero me contengo,  ya soy ese marinero; me acerqué a la muerte, a la petite mort. Su partida me ha destruido.











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