por Philip
Potdevin
Dice el
maestro Roca: “Tal vez el misterio de la poesía consiste en convertir flores en
fuego, en fundar el mito, atrapar el imposible” en alusión a George Frazer, autor
de La Rama Dorada, quien en un pasaje de El origen de la locura en África,
menciona que una tribu que invadía a los malayos entró en contacto con una
desconocida flor roja. Se reunieron en círculo alrededor de ella y extendieron
sus brazos para calentarse.
Así es la
poesía de Roca, como una flor roja que sirve para calentar nuestros espíritus
en épocas de vientos helados de muerte y desolación sobre nuestro planeta
amenazado por su propio y peor depredador.
En la
preciosa y pulcra edición presentada por Cuadernos
del violinista de las XII parábolas apócrifas
(junio de 2014), Juan Manuel Roca nos hace evocar, en cada una de estas, la
presencia del ángel terrible de la historia. Aquel que Paul Klee representó
como Angelus Novus y que luego Walter
Benjamín recogió en sus célebres Tesis
sobre la filosofía de la historia, en el apartado IX. El ángel de Klee
parece huir de algo en lo que clava su mirada despavorida. Es el ángel de la
historia, con sus ojos desencajados, sus alas desplegadas, la boca abierta en
señal de pavor; la cara vuelta hacia el pasado. Él ve una catástrofe única, en
la que se acumula ruina sobre ruina, afirma Benjamin, mientras que nosotros
solo vemos una cadena de acontecimientos hilvanados en lo que llamamos historia.
El ángel, como todo ángel (salvo ese
otro ángel) quiere salvar al hombre, despertar a los muertos, recomponer lo
destruido, ordenar todo. Pero una borrasca formidable proveniente del Paraíso
lo atrapa y le impide que pueda plegar sus frágiles alas. Esta borrasca lo
arrastra inevitablemente hacia el futuro mientras el cúmulo de ruinas alcanza
el cielo. El nombre de la borrasca es Progreso.
Las XII parábolas apócrifas son una
maravillosa recreación de las parábolas bíblicas en clave del progreso de los
siglos veinte y veintiuno. Allí están yuxtapuestas las escenas de los textos y
personajes sagrados, el rey Salomón, el hijo pródigo, Job, las estatuas de sal,
Caín, las siete plagas, Cristo, Verónica, José el carpintero, los mercaderes del
templo y la torre de Babel, todo amalgamado con el apocalipsis de la modernidad. A la vez,
está trastocado el tiempo, el espacio, la esencia del acontecimiento.
Los mercaderes del templo son los banqueros de Wall Street, al rey Salomón se
le van los ojos detrás de Nazaria, una morena cartagenera, de Chambacú, con pezones
que son “negras aceitunas”, el Salvador
se convierte en “el anarquista de Nazaret”, los apóstoles son una “banda de doce
peregrinos” y el santo de la paciencia vive en una metrópoli invadida de
basureros donde escucha la BBC. Job espera la llegada de un ángel. El ángel que no vendrá porque ha sido arrastrado por la borrasca del
progreso.
La ironía, la
sonrisa perniciosa del poeta aflora por doquier. En alguna ciudad “de parques y
avenidas” (¿Bogotá?) se “levantan estatuas de héroes/ modeladas en sal./ Los
mendigos las raspan con cuchillas/para condimentar su sopa de lluvia,/ así que
hay muchas sin piernas ni brazos,/como recién llegadas de la guerra.” Las
exhiben en museos; el visitante, por supuesto se llama Lot quien evoca a su
mujer al entrar en una “Catedral con muros de sal” como la que existe a pocas
leguas de la capital en la que él “se siente en casa,/ … se muestra complacido
de un país que olvida/ el lugar del que zarparon sus naufragios.”
La música
que ronda las XII parábolas apócrifas es el soul, el jazz el rock.
Allí está Louis Armstrong y su trompeta de Jericó, Charlie Parker, el Cotton
Club, Joe Cocker y sus Perros Rabiosos e Ingleses, el cantante que se inmortalizó
con su voz rasposa y sus movimientos de espasmos cuasi-epilépticos. Todo tiene
visos de opereta rock, como la de Jesucristo Superestrella de Webber y Rice
cuando el pueblo clama en coro: “¡Crucificadle, crucificadle!”. Caín, el fratricida, usa corbata de seda y
asiste a los burdeles. Consume cocaína y merodea por los cafetines la Plaza de
Bolívar para traficar esmeraldas con los testaferros de las tierras
usurpadas a los desplazados. Allí de nuevo, aparece, mudo, impotente el
arcángel del silencio que desde una estampa observa al asesino que “se ha hecho
ciudadano de un país/ donde matar hermanos es asunto corriente.”
Las doce parábolas
están rematadas por una conmovedora y patética Crónica de un posible regreso: “Si Cristo se decidiera a bajar de
la cruz/… empezaría por cerrar los brazos, cansado de estar/ como un espantapájaros a
merced del agua o el viento./ Luego se abrazaría a sí mismo como un viejo conocido/
y escaparía del largo cautiverio, remando, remando, remando,/ con sus dos
viejos maderos hacia el alba”. Escapará de las cámaras que todo lo vigilan,
escapará del aquí y el ahora, de la borrasca del progreso y buscará el refugio del Angelus Novus,
maltrecho y horrorizado como él de la ruina sin fin de la historia.
El verso de
Roca es limpio, diáfano, sin retruécanos ni malabares artificiosos. La maestría
poética puede prescindir de los fuegos artificiales y apelar al sentido profundo
de la imagen, de la metáfora, de la feliz e inesperada coincidencia, de la
ironía y el guiño. Roca produce en cada verso esa flor roja que sirve para
calentar nuestras manos y guarecernos del frío interior que nos asola.
Las XII parábolas apócrifas publicadas por los
Cuadernos del violinista, hacen parte
del libro Pasaporte del apátrida, de Editorial
Pre-textos, del 2011.
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