Jairo
Andrade
Abrí la escotilla poco después del
mediodía. Dadas las circunstancias, era la primera vez que veía el mundo. Un
manto de niebla impedía ver a unos pocos pasos, también era difícil respirar. El
ardor en los ojos me hizo extrañar la máscara. «Debí ponérmela antes de salir»,
pensé. Una inesperada contraparte se interpuso: debía rechazar cualquier cosa que
proviniera de un ser humano, yo mismo incluido, por supuesto. ¿Cómo confiar en
la especie, si éramos artífices de la obscenidad que me rodeaba?
La arboleda y el jardín se habían evaporado.
En su lugar encontré un área rocosa lamida por el viento corrosivo. En el
hangar, la avioneta parecía indemne; seguro todavía funcionaba. Incluso tenía
combustible, en media hora podría llegar a la península. Pero estaba decidido:
dejaría que la radiación cumpliera con su tarea, daba lo mismo dónde. Pensé caminar
hasta el pueblo, sólo por curiosidad, pero estaba muy débil. Me senté en el
suelo, apoyado contra la rueda de la aeronave. Jadeaba como si estuviera en la
cima del Everest, aunque la pequeña isla asiática me situaba a unos pocos
metros por encima del nivel del mar. Una brisa ridícula sacudió las latas del
techo del hangar, ligeramente encrespadas por la reciente tormenta de neutrones.
***
Todo sucedió con velado cinismo. Mi carrera
artística estaba en su culmen. Mientras me abstraía en el diseño de formidables
masas hiperrealistas de seres humanos desnudos, decididos y vigorosos, que
retaban la escala anómala de las ciudades, la posibilidad de una guerra
serpenteaba por los noticieros. La tensión tras la primera agresión escaló en
pocos días. Yo acababa de instalar mi monumental alusión a una virgen desnuda, elevada
con helio entre los cerros de Guadalupe y Monserrate. Me embriagué por última
vez con su exótica promesa desde el parabrisas trasero, mientras el taxi
avanzaba por la avenida El Dorado. Volé esa tarde a Seúl, pondría a levitar una
gimnasta sobre las aguas del Mar Amarillo. En pleno jet lag, mientras me
registraba en el hotel, recibí las últimas noticias. El impacto de una ojiva atómica
sobre territorio aliado, posiblemente debida a un error, había provocado una
respuesta bélica inmediata. Consideré salir de la zona, pero una última
posibilidad me retuvo.
Me encerré a bosquejar una figura que
acaso ayudara a conjurar la debacle: una niña, entreví, de por lo menos cien metros,
flotando de pie a unos centímetros de tierra firme, a punto de romper en llanto.
La guerra me impidió concretar la idea. El poder destructivo y el alcance de la
radiación emitida por cada detonación hacían más absurdo cada nuevo golpe. El
tope de la estupidez llegó con el uso de la bomba de neutrones, capaz de
evaporar a los seres vivos y dejar intacta la infraestructura. El clima enloquecido
hizo el resto. Los vientos radiactivos surcaron el planeta. Las ciudades bombardeadas
o alcanzadas por la radiación permanecían en pie, aunque deshabitadas,
convertidas en enormes vitrinas del error. En su interior cada calle, cada computador,
cado vaso y cada lápiz seguían a la espera, perfectamente disponibles.
La elite que tenía acceso a los
refugios de seguro sobrevivió, igual que yo. Tampoco me importa. Al fin y al
cabo sobreviví en contra de mi voluntad. Estaba dispuesto a morir en mi estudio,
rodeado por mis inútiles bocetos, hasta que apareció mi hija, me subió a la
avioneta y me condujo aquí, el refugio más cercano. ¿Cómo contrariar su
instinto de supervivencia si yo le había dado la vida? Sin embargo, nuestro
destino estaba sellado por la tragedia. En el precipitado escape, ella había perdido
su insulina. La segunda noche, mientras buscaba cómo aliviar una nueva crisis, escuché
el disparo en su cubículo. Salir era todo lo que podía hacer. Empujado por un
dolor muy parecido a la furia, digité el código que abría la escotilla del
refugio.
***
A final de tarde arribé al pueblo. Como
me lo esperaba, no era más que una maqueta. Caminé errático por sus calles
desiertas. Todo lo que encontré fue algunas manchas de muertes súbitas en los
autos y en las calles. Agotado y sediento, entré a la oficina de la gasolinera
con la esperanza de conseguir agua. La camisa del gerente había caído sobre el
escritorio, junto al teléfono descolgado. Sus gafas seguían enganchadas a la
bocina. Eso era todo, excepto por la mancha marrón que dibujaba su silueta y un
hedor agrio que me obligó a abandonar el lugar.
Aunque temía encontrar escenarios
familiares incluso peores, decidí entrar a una casa cualquiera. Estaba vacía.
Por fortuna, todo en orden. Incluso el televisor había quedado encendido, sin
señal. En la nevera había agua y víveres. Me preparé un sándwich, que devoré con
un vaso de vino; todo tenía un ligero tufo alcalino. Dormí un par de horas en
la alcoba principal y en la tarde salí a caminar sin rumbo. Pensaba en lo que
haría mientras tanto. ¿Moriría en esa cómoda casa, sentenciado por el menú
radiactivo?, ¿me amarraría plomadas, tomaría un bote y me lanzaría al mar una
mañana? Estas y otras preguntas me llevaron a la playa. El oleaje mantenía su acento
indolente contra el malecón, mecía una franja parda de despojos. Aquel océano
ya no ofrecía más que un ritmo estéril, pero era la mejor música que tenía, y
como tumba parecía la más propicia: la muerte como deriva. Decidí instalarme en
la casa y visitar todos los días la playa, mientras ultimaba los detalles de mi
despedida.
***
La mañana siguiente, al salir de la
casa, advertí que una niña me espiaba desde la gasolinera. Intentaba esconderse
tras la máquina de hielo, tendría unos doce años. Al acercarme pude comprobar
que su estado de salud era crítico. Había que vendarla por completo para
aminorar el dolor que debía producir una piel en tales condiciones. La
situación era inquietante. En cierto modo, se parecía a mis últimos bocetos.
Una niña asiática, delgada y aterrada, de negros ojos almendrados y lustrosa
cabellera hasta los hombros. En mis bocetos, sin embargo, todo aún estaba en su
sitio. Esta era la realidad, cualquier boceto resultaba grotesco. La niña apenas
sabía unas pocas palabras en inglés que nos ayudaron a entablar la comunicación
más básica, apoyados en señas. Entramos a la casa. No logré entender cómo había
sobrevivido, al parecer un túnel o depósito subterráneo había atenuado los
vientos letales. Con gran dificultad escribió su nombre sobre una libreta: Hye.
Los
cuidados que requería Hye me distrajeron temporalmente. Ese día, en vez de ir a
la playa, me dirigí al supermercado en busca de medicamentos y otras provisiones.
Noté que la sección de ferretería disponía de las herramientas y materiales que
usaba para dar forma a mis primeras esculturas. Los recuerdos de aquellas obras
labradas en solitario, al calor de los instrumentos en la mano, desfilaron por
mi cabeza como fantasmas. Los desplacé con ideas prácticas, como la posibilidad
de subir a Hye a la avioneta y llevarla hasta la península, tal vez aún fuera posible
encontrar algún tipo de ayuda. De regreso, le hice saber mis planes, pero ella
se negó. Al parecer, estaba muy consciente de su situación. Había decidido permanecer
ahí, en ese cuarto ajeno de una niña anónima, sin otro límite que el de lo
inevitable.
Desinfecté sus heridas y la vendé,
luego tomamos un almuerzo tardío, en silencio. No fue fácil compartir comida contaminada
con una niña moribunda, y sonreír para pretender que todo estaba bien, que mañana
estaría mejor. Al terminar, cayó en un sueño convulsivo, con los ojos abiertos.
***
Aunque Hye sin duda empeoraba, decidí
reanudar mis visitas matutinas a la playa. El mar, aun lastimado, seguía siendo
un buen calmante. Sabía que no sería capaz de abandonarla a su suerte, aunque
ella me miraba con callado asombro cada vez que volvía su cuarto, hacia el
mediodía. Era comprensible, mi aspecto no era el mejor. Ya presentaba profusas lesiones
en la piel y con el paso de los días me era doloroso hasta respirar. Sentía que
empezaba a perder la vista. Las siluetas se hacían borrosas y los colores
impredecibles. Por eso esa mañana, cuando entreví la enorme silueta varada en la
playa, tuve que acercarme para asegurarme de no estar alucinando.
Sí, era el tronco de un árbol enorme. No cabía
duda: ¡era un baobab! Conjeturé un viaje de miles de kilómetros desde
Madagascar o las costas de África, perdiendo las raíces y el ramaje en el trayecto,
haciéndose más veloz y maleable cada día, hasta alcanzar justo esa playa, anoche.
La enorme masa había sido lamida por el océano con monstruosa delicadeza. Superaba
los veinte metros de longitud, no tendría menos de cinco metros de diámetro en
su parte más ancha. Era un llamado, el mensaje hallado en una botella. Acaricié
su superficie pulida por los vientos y las mareas. Me pareció que bramaba. Olía
a marisma y a selva, a entrañas palpitantes de animales fabulosos. Por cerca de
una hora lo admiré desde todos los ángulos. Estuve a punto de perder la
conciencia, borracho de vida frente al coloso.
Pese
a mi exigua condición, saqué energías para conseguir unas cuerdas de las
cabañas de los pescadores, rodear el tronco y atarlo a una columna del malecón.
La idea de llegar a la playa al día siguiente y encontrarla vacía me
descorazonaba por anticipado. Volví a casa exhausto, a media tarde. Intenté
contarle mi descubrimiento a Hye durante el almuerzo, pero estaba absorta en un
silencio mecánico. Parpadeaba con lentitud, como si no fuera a abrir los ojos a
continuación.
Esa
noche soñé con el tronco varado en la playa. En una conversación que podría
llamar orquestal, me contó sobre la gentileza variable del humus africano, los
ecos temperamentales de las corrientes marinas y el trazado de los senderos
estelares que había avizorado en su travesía. También me confió en lo que esperaba
convertirse. En la mañana, mientras me cepillaba los dientes, una muela se zafó
de su sitio, acompañada de una fuerte hemorragia. Comprendí que tenía menos
tiempo del que era necesario.
***
Para agilizar mis desplazamientos tomé
una camioneta de la gasolinera. El pueblo disponía de lo indispensable para
completar la obra. Solo tenía que preocuparme por ahorrar todo el tiempo y la
energía que me fuera posible. Mi concepción hiperrealista resurgió vigorosa: un
gemelo marino del poderoso baobab, esa era mi meta. Me dirigí a la precaria biblioteca,
en busca de una enciclopedia. Tenía en mente un cetáceo capaz de ocupar toda el
área que el baobab ofrecía. Sin duda la mejor opción era una ballena azul. Hallé
el escueto nombre de la especie: rorcual. De seguro tampoco quedaban rorcuales
en las aguas malheridas. Pues bien, reviviría un rorcual en el tronco de aquel baobab
que la suerte había puesto en mis manos. Las preguntas me asediaban mientras
trazaba líneas frenéticas. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Podría conseguirlo? Y en últimas, ¿qué
sentido tendría? Evité el laberinto de las interrogaciones arrojándome al cálido
abrazo de la incertidumbre. La mañana terminó pronto.
A
mediodía le mostré a Hye los bocetos, entre palabras sincopadas y señas.
Primero el baobab, varado en la arena, con anotaciones de medidas y otras
características al margen. Luego los dibujos de la rorcual, también acompañados
de precisiones apremiantes. Por último, le extendí el esquema del plan de
trabajo sobre el madero. Al principio pareció desconcertada ante las
previsiones de los cortes que darían lugar a la esbelta anatomía. Un momento después
pareció comprender cómo poco a poco surgirían de la masa cilíndrica la enorme cabeza,
la cola, las aletas pectorales y la pequeña aleta caudal. Me acerqué, lápiz en
mano. Tomé el papel y bauticé el prospecto de la escultura terminada con su
nombre: Hye. Le devolví la hoja. Por fin, una incipiente sonrisa asomó a sus
labios. Quise creer que sus ojos brillaron al acariciar aquel trozo de futuro
con sus dedos agotados. Enseguida, una vez más le ganó el sueño.
***
Con la camioneta llevé las herramientas
hasta la playa y arrastré el tronco fuera del agua para empezar a esculpirlo. Dado
el acoso de la ceguera, dibujar el prospecto de cortes sobre el tronco húmedo resultó
más difícil de lo esperado. Sin embargo, al final de la mañana había extraído los
sectores de sobra para dar forma burda a las tres aletas. Todavía parecía
cualquier cosa, un zapato o una oruga, por ejemplo. La masa amorfa, amarrada al
malecón, me retaba con resuellos que bien podían provenir del mismo mar o del
interior de mi cabeza en desventaja.
Volví a casa, cambié los vendajes de
Hye y tomamos un almuerzo de comida enlatada. Ambos acusábamos problemas
digestivos. Toda la tarde estuve en cama, afiebrado, vomitando. En el fondo de
mí ansié la existencia de otro mundo. No mejor, ni peor, solo uno en el que
reinara la más absoluta quietud. La rorcual me llamaba, varada entre dos
mundos. Empecé a temer lo peor. Hacia medianoche, desesperado, conduje hasta el
malecón. Las luces de la camioneta me confirmaron que ahí estaba, derrumbada
sobre un costado, como si se aliviara de una comezón insoportable contra la
arena. No pude resistirme a trabajar con las luces imprecisas de la camioneta.
Igual mi visión era cada vez peor. Ahora alteraba el campo de profundidad de tal
modo que los detalles de un objeto lejano podían aparecer con total nitidez,
mientras que el entorno más cercano se hacía distante y borroso. El sentido del
oído, en cambio, se había agudizado más que nunca.
Al día siguiente, cuando me disponía a
volver a casa, me percaté de los primeros vuelos de reconocimiento sobre la
línea del horizonte. Se trataba de una escuadra de las fuerzas aliadas. Otro en
mi lugar habría saltado de alegría, e iniciado una fogata. Yo me escurrí bajo
una aleta de Hye, y esperé a que se perdieran en el cielo para subir a la
camioneta.
***
Con el paso de los días mi visión era
tan defectuosa que con frecuencia chocaba la camioneta. Pronto tuve que tomar
otro auto. Tampoco estaba seguro de que mis retinas alteradas fueran las únicas
responsables de mi torpeza. Tuve que empezar a vendarme, pues las extensas ulceraciones
de la piel dificultaban el movimiento más sencillo. Mi perturbado sentido del
equilibrio a veces me tiraba contra el piso de la casa o contra las
herramientas en la playa. Solo el oído y el olfato parecían exentos de daño grave.
Sin embargo, no podía parar de trabajar en la escultura. Bien fuera de día o de
noche, me esforzaba en un limbo de tinieblas, dirigido por el instinto y las
alucinaciones.
Tras
lograr la mayor naturalidad de la posición en la que Hye había encallado en la
playa, así como los volúmenes y pliegues propios de cada zona, e incluso el
misterio de la mirada, empecé a bruñir la superficie tersa y vivaz del cetáceo.
Sin duda, había conseguido una obra notable. Tanto si de lejos consideraba los
detalles, como si de cerca estudiaba el conjunto, el efecto era asombroso. Hye,
aunque exánime, parecía estar viva.
En
la noche tinturé el borde negruzco de la boca y pulí la imperfección causada
por el desgaste de las barbas en su interior. A la mañana siguiente, mientras
le tomaba las últimas fotos que entregaría a la niña, percibí el ruido de una
flotilla de helicópteros. Esta vez no pude verlos. El cielo me presentaba un
telón monótono y artificioso que me recordó la bata verde de un cirujano.
Conduje sin sobresaltos hasta la casa, subí al cuarto de la niña y le entregué
las fotos. Me disponía a bajar en busca del almuerzo pero ella me detuvo. Tenía
los ojos brillantes. Con un par de gestos que no podían significar otra cosa, me
dio las gracias y se durmió definitivamente.
Bajé
su cuerpo del cuarto y lo subí al auto. Ya había previsto que la abandonaría al
oleaje, iría a acompañarla en breve. Al llegar a la playa sentí un vacío en el
pecho. Salí del auto para verificar que no me engañaban los sentidos. No era
así. Había sucedido. Las cuerdas rotas se retorcían entre la espuma. Hye ya había
partido. Sobre la arena de la playa se entreveía el rastro de su aparatoso regreso
al océano. Solo faltaba yo, que ya empezaba a oír los susurros orquestales de
ambas, fundidas a los demás pobladores del océano.
Jairo Andrade (Cali,
1971)
Escritor,
editor y director de talleres literarios. Premio Distrital de Cuento Ciudad de
Bogotá (2014), Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán (2012), primer
premio en el concurso de cuento IDCT (Bogotá, 1999), segundo premio en el
Concurso Nacional de Cuento Universidad Central (2010) y mención de honor en el
concurso de cuento homenaje a Clarice Lispector del Instituto Brasil–Colombia
(2011). Director de talleres y jurado de concursos literarios en diversas
universidades y en el Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación
desde 2007. Director del Taller Virtual de Escritores desde 2009 y de los
talleres literarios de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2002.
Director del Taller Virtual de la Red de Talleres Locales de Escritura
(Idartes) desde 2012. Ganador de Becas a Antologías de Talleres Literarios, del
Ministerio de Cultura en 2011.
*
Nombre coreano que significa “Llena de gracia”.
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