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Literatura y Humanismo. Enrique Santos Molano doctor Honoris Causa por la Universidad del Valle.


Bogotá noviembre 12, 2003
Discurso de recepción del doctorado Honoris Causa conferido por la Universidad del Valle a Enrique Santos Molano
Casa del Valle, Bogotá



Literatura y humanismo

“Homo sum: humani nihil a me alienum puto. Soy hombre. Nada de lo humano me es ajeno”.


El autor de ese pensamiento trascendental, con el que se da inicio a la era del humanismo, vivió en el siglo II antes de Cristo y era un esclavo romano. Publio Terencio Afer nació en Cartago como esclavo, que provenía posiblemente, de una familia bereber, comprado de meses de nacido por el senador romano Terencio Lucano. El senador lo llevó consigo a Roma y lo puso a su servicio. La extraordinaria inteligencia, las capacidades intelectuales y el talento creador del esclavo cartaginés, conmovieron al senador Terencio Lucano, que resolvió darle la libertad cuando el muchacho no había cumplido los quince años. Ya libre, adoptó el nombre de su antiguo amo y se llamó Publius Terentius Afer, siendo el último nombre el gentilicio de su origen, Africano. Publio Terencio Africano, conocido en la historia de la literatura y del humanismo como Terencio.
Se ignora la fecha precisa de su nacimiento. Según Suetonio, en su De Viris Illustribus, Terencio habría muerto en el 159 a.C. a los treinta y cinco años, así que debió nacer aproximadamente en el 194 a. C.
Terencio escribió a lo largo de veinte años seis comedias, en las que  humor y mordacidad configuran una sátira contra los que menosprecian la autonomía intelectual del ser humano y contra los humanos que se comportan como si no lo fueran. En la comedia denominada Heautontimorumenos (“el que se atormenta a sí mismo”) Terencio escribe el famoso pensamiento con el que dimos comienzo a esta charla.
Las obras de Terencio gozaron de prestigio en la república romana. Relegadas durante el Imperio, resurgieron con fuerza en la Edad Media. Se sabe de más de seiscientas copias manuscritas que circularon con las seis comedias. El pensamiento de Terencio ejerció un influjo formidable en la concepción del Renacimiento. La primera publicación impresa de las obras de Terencio se hizo en Estrasburgo en 1470. Tiene, por consiguiente, carácter de incunable. La primera representación escénica comprobada  se ubica en 1476. La primera traducción al español, efectuada por Pedro Simón Abril (que incluye la correspondiente versión en Latín) es de 1577. Un ejemplar de ella se conserva en la Biblioteca Nacional de Colombia. En el tomo primero de El Capital, Karl Marx menciona la citada frase y cataloga a Terencio como el fundador del humanismo, no sólo por el poder que encierra dicho pensamiento, sino porque el humor satírico de Terencio, en cada una de sus seis comedias, es un profundo, conmovedor, desgarrador y piadoso alegato de amor y de solidaridad por el ser humano.
La literatura, por supuesto, había nacido varios siglos antes de Terencio. Nace, tal como hoy la conocemos, en el Siglo VIII a. C, con Homero.  La Iliada y la Odisea son dos monumentos literarios que han incrementado su prestigio a lo largo de veintiocho siglos. Aunque en ambas tienen relevancia sentimientos humanos como la compasión, el amor y la amistad, los humanos homéricos son criaturas sujetas al capricho de los dioses, a la vigilancia porfiada y a la tiranía que se ejerce por los caprichos de los poderes divinos del Olimpo. Es interesante observar el contraste que establece Homero entre los sentimientos de los hombres y el comportamiento de los dioses. La corrupción, la maldad, la venganza, la ambición, el egoísmo y la ruindad, son los atributos que Homero les asigna a los dioses, mientras que exime a los hombres de esas debilidades propias de los poderosos. Las bajas pasiones en que puedan incurrir los humanos, no son de su albedrío, pues al cometerlas sólo acatan el mandato de los dioses, a los que no están en capacidad de desobedecer. Esa tendencia Homérica de relación entre los humanos y los dioses se mantiene en toda la literatura de la antigüedad clásica, con la notable discrepancia de Eurípides, que desprecia a los dioses y les discute su autoridad para manejar los destinos del ser humano; pero la plenitud del humanismo, el momento histórico esplendoroso en que “lo humano deja de ser ajeno para el hombre”, se da con la obra de Terencio. En adelante la literatura endereza su camino y la palabra se convierte en el instrumento para expresar los intereses materiales y espirituales del ser humano.
¿Cómo pudo un esclavo romano en el Siglo II antes de nuestra Era devenir en el fundador del humanismo, o escribir, en sus condiciones, seis comedias filosóficas que lo insertan en el círculo universal de los grandes pensadores? ¿Por qué otros esclavos no lo hicieron? No creo que tengamos todavía a nuestro alcance una respuesta verosímil para esos interrogantes, y al formularlos, mi propósito es resaltar cómo la capacidad del pensamiento de un hombre, el poder de su mente, la voluntad en sus propósitos, consiguen lo que no habría alcanzado jamás por otros métodos que prescindan del empleo de la inteligencia. Supongo que son muchos los factores y las circunstancias que inciden en el por qué unos sí pueden y otros no. Para mi, y con seguridad para todos, es un enigma al cual presumo que no le encontraremos solución en los libros de autoayuda.
En alguna ocasión le preguntaron a Dostoyevski por qué no escribía novelas como los de Tolstoi, de quien era admirador. Dostoyevski respondió “Si yo tuviera el dinero que tiene Tolstoi, escribiría novelas como las que escribe Tolstoi”. A su turno a Tolstoi le preguntaron por qué sus novelas sólo tenían como escenarios y personajes a los de la aristocracia del Imperio, y no trascendían nunca, ni trataban sobre las gentes pobres. Tolstoi respondió “No puedo escribir sobre lo que no conozco. Mi mundo es el de la aristocracia y el de los mujiks y sobre ese mundo escribo”.
Sin embargo las diferencias del mundo de los bajos fondos de Dostoyevski y el de los altos fondos de Tolstoi, se conjugan en un mundo semejante que es el del alma, el de la psiquis humana. Dostoyevski, que escribe sus novelas en medio de la pobreza, acosado por una terrible enfermedad (era epiléptico), rodeado de la basura humana, y Tolstoi, que las escribe en la comodidad de su fastuosa residencia campestre de Yásnaia Poliana, describen cómo las pasiones que agitan a los de arriba y a los de abajo son las mismas
No sólo de libros ha de alimentarse el espíritu humano; pero los buenos libros son, como alimento, el mejor que puede recomendarse. Cuando escucho a alguien decir (y oigo la expresión con más frecuencia de la deseable) que no lee porque no tiene tiempo para leer, me parece tan tonto como si le escuchara decir que no come porque no tiene tiempo para comer. Leer y comer son actos indispensables para la vida humana. A ello se refería Juvenal en sus Sátiras, cuando dijo “mens sana in corpore sano”. Algunos han interpretado esta máxima como que mantener un cuerpo físicamente bien desarrollado, y hacer gimnasia, genera una mente sana. Nada más lejano de la intención de Juvenal. El poeta romano, que escribe en el siglo I d. C., sólo está burlándose de la extrema importancia que los griegos daban a la cultura física, de donde las Olimpiadas eran para ellos el punto culminante de la belleza, la máxima expresión de su grandeza. Juvenal considera que un cuerpo sano sin una mente sana, sólo conduce al idiotismo, al predominio de la fuerza bruta sobre la inteligencia, y a la violencia como modo de vida. Si la belleza física va en desmedro de la belleza intelectual, el resultado final será la fealdad, porque aquella se borra con la vejez, mientras que ésta nos preserva la juventud. Eso quiso decir Juvenal y no encuentro motivos para llevarle la contraria. Por el contrario, los motivos sobran para creer que tiene razón.
Hace algo más de medio milenio un hombrecillo de Maguncia llamado Johannes Gutenberg, inventó un aparato que revolucionó el mundo y que modificó el curso de la historia: la imprenta con sus tipos movibles. Unas de las primeras víctimas de la imprenta, fueron el arte de la caligrafía y las ediciones manuscritas de los libros; pero la lectura ganó en difusión y en calidad. La literatura y el humanismo tuvieron un impulso ecuménico. Las comunicaciones redujeron, por primera vez, las distancias y generaron revoluciones de todo orden, que sin la imprenta jamás habrían sido posibles. La imprenta puso fin al oscurantismo medieval y alumbró el sendero hacia el descubrimiento de América, el Renacimiento, la Ilustración, la Revolución Industrial, grandes innovaciones en la ciencia, la Revolución de la América inglesa,  la Revolución Francesa, y la revolución de la América española.
También ejerció la imprenta un efecto notorio en el desarrollo de los pueblos. Aquellos que tuvieron  imprenta más temprano, se desarrollaron más rápido que aquellos que, como es el caso del Nuevo Reino de Granada, hicieron un uso tardío de la imprenta. En 1777, más de trescientos años después de inventada, se creó en Santafé una Imprenta Real, pero pasarían nueve años antes de que se le diera un empleo útil, para lo cual fue necesario que ocurriera un terremoto, en julio de 1785. Gracias al sismo, unos criollos avispados, por iniciativa del doctor José Antonio Ricaurte y del joven Antonio Nariño, le pusieron mano a la Imprenta real y con el permiso debido del Superior Gobierno, publicaron el Aviso del Terremoto, para informar a todos sobre los desastres ocasionados en las distintas regiones del Reino. Cumplida esa misión informativa, los mismos improvisados periodistas obtuvieron permiso para editar un mensuario, con carácter permanente. Así salió en agosto la Gaceta de Santafé, cuyo primer editorial, escrito por Antonio Nariño, sintetiza la importancia que la imprenta representa para la humanidad.
Hoy vivimos una revolución semejante a la suscitada por el señor Gutenberg hace quinientos sesenta y tres años. Desde el 4 de octubre de 1957,  día en que los soviéticos pusieron en órbita un satélite terrestre artificial, el Sputnik 1 las cosas cambiaron con tal rapidez, y siguen cambiando constantemente,  que a duras penas nos hemos dado cuenta. Elementos que nos eran familiares hace solo tres décadas, desaparecieron barridos por los vientos de la tecnología. Desapareció la máquina de escribir, se esfumaron los teléfonos automáticos, los teléfonos públicos, las enciclopedias, y muchas cosas más que ya no recordamos, del mismo modo que con la imprenta salieron de circulación los libros manuscritos y los maestros calígrafos. ¿Quién habría sospechado hace treinta años que gracias a la nanociencia y a la nanotecnología, podríamos cargar la oficina en el bolsillo? Y eso que la gran revolución tecno científica nada más comienza. Los que estamos hoy aquí es posible que todavía alcancemos a ver multitud de cambios asombrosos.
¿Cómo afecta todo eso el desarrollo de la literatura y del humanismo? Los más pesimistas aseguran que en el curso de los próximos veinte a cincuenta años los libros impresos serán, como las máquinas de escribir, piezas de museo, de colección o de ornamento. Estoy de acuerdo en que así será. El tiempo de los libros impresos, de la prensa impresa y de la lectura impresa en general, está contado. No porque vayan a desaparecer ni los libros, ni los periódicos, ni la lectura, sino porque van a cambiar de modo. Los lectores de un próximo futuro ya no leerán Guerra y Paz en los bellos volúmenes impresos en papel cebolla y preciosamente encuadernados en cuero por Ediciones Aguilar, sino que los tendrán en un Kindle, al lado de otros veinte o treinta mil volúmenes, que hoy no cabrían en un apartamento de doscientos veinte metros, y que mañana se podrán llevar en la mano. Un avance imponderable para las posibilidades de lectura del ser humano. Lamentablemente aquel ambiente de intimidad casi religiosa que emana de unos estantes repletos de libros que se recuestan provocadores y coquetos contra las paredes, aquel aroma incomparable e inconfundible a papel  y a tinta añejados por el afecto del lector, aquella sensación de magnificencia que los libros dejan en los hogares, se perderán; pero ¿quién los va a echar de menos? Los que hoy gozamos de esos valores agregados de una buena biblioteca, moriremos con ellos. Y los que nacen a la lectura, en la era del kindle, o de los aparatos que habrán de sustituirlo, estarán a cubierto de la nostalgia.
El trabajo de escribir, de hacer literatura seguirá siendo el mismo para un libro impreso que para un libro kindle, con la ventaja este último de que será accesible a millones de lectores. A despecho de las voces alarmistas, las nuevas formas de lectura, los avances tecnológicos, no amenazan a la literatura, ni al humanismo. El peligro está en otra parte.
En distintos períodos de la historia, y por diversas causas, el hombre tiende a deshumanizarse. Los síntomas de esa deshumanización son la indiferencia por el dolor ajeno, e incluso la propensión a provocarlo. Cuando decae el ejercicio intelectual, y la solidaridad deja de ser una virtud para convertirse en algo incómodo, lo humano se vuelve ajeno para el hombre. La consecuencia final de esa deshumanización, es trágica. Es la guerra, que genera muerte, desolación, dolor y miseria. Tenemos muy cerca dos ejemplos. La Primera Guerra Mundial, de la que el próximo año se cumplirá el primer centenario. Nada hacía presagiar que ese conflicto devastador ocurriría. El mundo venía sumergido en una danza de felicidad, prosperidad y alegría, que se conoció como La Belle Epoque. Habían nacido inventos prodigiosos. Los Rayos X, el cine, el automóvil, el aeroplano, el jazz, el rag time, el tango. Se incrementaron también vicios horribles. El consumo de cocaína y de otras sustancias estimulantes, o desestimulantes, arruinaron las vidas de muchos jóvenes. La humanidad comenzó a deshumanizarse, a mirar con indiferencia, cegada por el brillo de una parranda que parecía interminable, los dramas que acaecían en la vida cotidiana. El terremoto de San Francisco en 1907, el hundimiento del Titanic, en 1912, la cruenta guerra de los Balcanes en 1912- 1913, con más de un millón de muertos y varias naciones destruidas. Ninguno de esos horrores detuvo el frenesí de la Belle Epoque. Detrás de la fiesta, las potencias preparaban silenciosamente su nueva maquinaria de guerra, de “la guerra que pondría fin a todas las guerras” según lo proclamaban, para justificarla, sus entusiastas promotores. El gran escritor, guionista de cine y novelista estadounidense, Dalton Trumbo, definió mejor que nadie, con una frase magistral, el estado de ánimo al estallar la conflagración: “La Primera Guerra Mundial comenzó como un festival de verano”. Lo que siguió en los cuatro años posteriores, lo describen el propio Trumbo en su estremecedora novela Johnny cogió su fusil, y Erich Maria Remarque en Sin novedad en el frente. Veinte millones de muertos, varios millones de mutilados, cientos de ciudades destruidas, ruinas y dolor por todas partes, fue el saldo en rojo de aquel festival de verano.
Por causas en apariencia diferentes, pero en el fondo iguales, la deshumanización de los hombres retornó después de la guerra y condujo a una segunda guerra mundial, más pavorosa  que la primera.
Hoy se perciben los mismos síntomas preocupantes de indiferencia del humano por lo humano, que puede conducir a un tercer conflicto universal, a una guerra que acabará con todas las guerras y de paso con la humanidad misma.
La literatura y el humanismo tienen en nuestros días un papel de máxima importancia que representar en la salvación de la raza humana. Los intelectuales no pueden sustraerse al compromiso de advertir y de tomar parte en la batalla por preservar la vida de los humanos con todos los derechos inmanentes que se recuperaron merced a la imprenta: el derecho a la dignidad, el derecho a la libre expresión, el derecho a la paz y el derecho a la igualdad de oportunidades. George Orwell nos llama la atención en 1984, una novela que deberíamos leer por lo menos una vez cada dos años, para no perder de vista lo que nos aguarda si nos deshumanizamos, si seguimos mirando con indiferencia atropellos como el espionaje del gran hermano, o de cualquiera que sea, que está invadiendo hasta la intimidad de los hogares. Si no nos levantamos para sacudirnos la extrema vigilancia a que se nos va sometiendo, segundo por segundo, con el pretexto de combatir un terrorismo en el que no tenemos la menor injerencia, y del que somos, los ciudadanos comunes y corrientes, las primeras víctimas, pronto seremos los humanos sometidos, sin derecho alguno, que describe Orwell en su premonitoria novela. Los antiguos dioses despóticos de Homero han vuelto, están ahí, esperando vengativos la deshumanización del hombre, preparándole la nueva Era de ignominia.
Literatura y humanismo no tienen otra misión distinta que darle al hombre las herramientas insobornables para comprender que su salvación depende de cuánto esté dispuesto a comprender que nada de lo humano puede, ni debe serle ajeno.
Enrique Santos Molano
Bogotá noviembre 12, 2003

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