Noviembre de 1985. Hay
dos o tres generaciones de colombianos marcados por los acontecimientos de ese
infausto mes. Aquellas conformadas por personas que pueden recordar con
precisión dónde estaban, qué hacían cuando se enteraron, primero, de la toma
del Palacio de Justicia por un comando del M-19, aquel miércoles 6 de
noviembre; y luego, sin recuperarse aún del holocausto que sacrificó a un
centenar de personas, entre ellas una buena parte de la intelectualidad
jurídica del país, los magistrados de las altas cortes, ocho días más tarde, el
aniquilamiento de veinticinco mil o más almas de Armero y sus alrededores por
la avalancha del río Lagunilla tras la erupción del volcán Arenas. Recordar
esos hechos vividos como testigo frente a un televisor, con la oreja pegada a
un radio o enterándose por el voz a voz de los pasillos y las calles es
regresar a una pesadilla inconcebible para cualquier persona, para cualquier
nación.
Hay otra generación,
que no vivió o no alcanza a recordar el noviembre del 85. Se enteró de oídas;
hoy se asoma a él desde la estupefacción y el asombro. Lo importante, más allá
de a cuál generación se pertenece, es que los hechos de ese noviembre son
fuente inagotable de aproximaciones desde múltiples ángulos de las ciencias sociales,
y por supuesto, de la literatura. ¿Se ha hecho alguna bibliografía de los
estudios, análisis, crónicas, reseñas, entrevistas, cuentos, novelas, obras de
teatro sobre uno o los dos hechos? Quizás después de la Violencia, aquel noviembre
del Palacio y de Armero es el segundo tema más seductor para ocuparse por escritores
e intelectuales; en especial si estos de alguna manera tuvieron una cercanía
con los hechos, con los personajes involucrados. De tantas obras vertidas sobre
el tema quedan pocas para el recuerdo y la lectura que pueden sobrevivir el
juicio del tiempo; por ejemplo, de manera necesaria y decidida, las dos novelas
de Jairo Restrepo: Cada día después de la
noche y La marca de la ausencia.
Once días de noviembre apareció en
librerías justo para conmemorar los treinta años de los acontecimientos; fue presentada
ante un auditorio colmado en el Aula Máxima de la Universidad Central en Bogotá
el pasado 9 de noviembre y despertó de inmediato la curiosidad de los
participantes y su lectura se impuso por encima de muchas otras opciones para
el fin del año y el comienzo de este.
Digamos, para comenzar,
que la novela de Godoy Barbosa, abarca, entrelaza y amalgama, en un solo
aliento, los dos acontecimientos. Y lo logra de manera magistral con una
desbordante polifonía de voces que se entrecruzan, se sobreponen y se enclavan
en los intersticios de los eventos para narrar una sola tragedia, una sola
malaventura. ¿Qué posibilidades tiene un ser humano de quedar atrapado en una
toma guerrillera que termina en holocausto: una en un millón? ¿Qué posibilidades
tiene de vivir la peor catástrofe natural que haya tenido un país? Y… ¿de padecer
las dos? Matemática o estadísticamente sería casi infinitesimal. Y sin embargo,
y con todo, esto sucede en Once días de
noviembre bajo la cuidada artesanía narrativa de Godoy y su prosa magistral,
prístina y elegante.
La historia está
meticulosamente ensamblada con tres voces narrativas; asegurada al más pequeño
detalle, armada y encajada con paciencia de orfebre, pulida y lustrada con la
obsesión del artífice de la filigrana. Guillermo Devia, el mismo nombre para
dos personajes, padre e hijo; uno, «don Guillermo», magistrado auxiliar de la Corte,
recién pensionado quien acude, dos meses después de haberse retirado de su cargo,
a una cita al Palacio con su exjefe, uno de los magistrados titulares, en busca
de continuar prestando sus servicios de alguna manera a la justicia colombiana.
El otro, Guillo, un díscolo buscavidas de 29 años, exiliado hace once del país,
que ha huido de su terrible padre y de su tierra madre, en busca del ‘sueño
europeo’ y ha encontrado allá una lucrativa y secreta profesión, bajo los hilos
de una hábil Vivianne que le provee las conexiones para atender a clientes
millonarios ávidos de experiencias extremas. Guillo está siempre dispuesto a satisfacerlos,
siempre y cuando haya una buena suma de por medio.
Esta no es una novela —mucho
menos la historia— de los hechos del Palacio y de Armero; eso apenas es el telón
de fondo. Esta es una novela, una historia de personajes atrapados cada uno en
su propia búsqueda. Cada cual busca afanosamente algo: don Guillermo una vida
después de la jubilación; Guillo, volver a encontrar a Eloyse, su exesposa por
conveniencia, que lo ha dejado tras cumplir su contrato; Camila, la joven de
provincia que ha llegado al Palacio el día del horror a buscar apoyo de un magistrado
para encontrar a su hermana que se ha desvanecido del mapa; doña Sara, la madre
y abuela de los Guillemos, busca que la dejen morir tranquila en un Armero
sobre el cual se cierne cada vez más cerca la amenaza de la avalancha; Leyla,
la segunda esposa de don Guillermo y por quien Guillo se ha disgustado para
siempre con su padre, al que llama traidor, busca evitar ir a Armero —quizás la
única personaje centrada y dotada de cordura— alarmada ante la catástrofe
anunciada, y quien, una vez en el pueblo, busca salir de allí lo más pronto
posible. Igual, el grupo guerrillero busca una reconocimiento internacional,
una atención del gobierno para negociar sus exigencias más profundas; el
ejercito, por su parte, quien toma el control de la situación por encima de la
Presidencia, busca salvar la democracia a cualquier precio, incluso, por encima
de la vida de los rehenes, el volcán, el protagonista de la tragedia, busca
restablecer la paz de sus entrañas tras siglo y medio de malestar interior
evacuando todo lo que ya no necesita y recordando a los habitantes del cañón
del Lagunilla y su valle anexo, una historia siempre olvidada.
Los ritmos de la
novela están manejados con precisión. El crescendo
que va desde el momento en que Guillermo se ve atrapado junto a otras cinco
personas en lo que fue su despacho, hasta el momento de la liberación es agotador
para los nervios del lector; los hechos, el miedo, la angustia están narrados
de manera espeluznante; pero anticipamos que saldremos de Palacio para
adentrarnos en un apocalipsis peor, el de Armero, y para ello Godoy apenas nos
da un respiro, un alivio como si entre ambos apocalipsis nos llevaran al paraíso
por unos instantes; en este caso, a la isla de Paros, la de pueblitos con muros
encalados y techos azules sobre un Egeo fosforescente, el primer destino que
tiene Guillo en su autoexilio europeo, pero también en las aventuras casi picarescas
que vive, saltando de un lugar a otro: Niza, París, Berlín, Ámsterdam, Londres,
Barcelona; entre los temibles —quizás por sus inclinaciones— Condes de Viali,
las fastuosas fiestas de los ricachones berlineses van Epp, y los desencantos
con las vetustas madame parisinas como
la Courvier, que no tiene efectivo para pagar pero si ropas finas y botellas de
añejos vinos de Borgoña con el cual compensar los servicios de Guillo y Nadja,
su malabarista de compañía. Este oasis, narrativo es apenas la preparaci ón para el nuevo infierno que nos prepara Godoy en la parte final de
la novela. Todos sabemos cual será el desenlace, aquí no hay, ni puede haber sorpresas;
la avalancha es inevitable, y sin embargo, el lector sufre y padece, página a página,
línea a línea, el destino que tendrán Guillermo, Leila, doña Sara y el tío
Joaquín para saber si escapan o no de la avalancha.
La caracterización de
Guillermo y de Guillo es fuerte, verosímil, hay uno hilo de fatalidad e
inevitabilidad que los cubre y los enreda a los dos, el uno al encuentro del
otro en una anhelada reconciliación para restablecer tanto extrañamiento
familiar; infortunadamente, quizás no ocurre lo mismo con la caracterización de
los personajes femeninos como Eloyse, Vivianne, Silvia, Margarita, Camila,
Juliana; pero en últimas los protagonistas que jalonan la historia, los
Guillermos, están llenos de vida, de pasión, de miedos y aprensiones; de amores
y de odios; la transformación de Guillo es más clara que la de su padre, pero
quizás así debe ser: es él quien tendrá que cargar para el resto de su vida con
la doble tragedia que ha arrasado su vida; es él quien queda sólo, sin familia,
salvo su media hermana, Juliana, sin lugar de arraigo y sin un futuro claro.
¿Qué hace entonces a Once d ías de noviembre una
novela imprescindible de leer? Podría resaltar, entre muchas, dos razones,
aquellas que interesan a todo lector: la primera, el quedar atrapado en la
trama, en una trama que ya creemos conocer pero aún así nos despierta la curiosidad,
el interés de avanzar en ella; y la otra, es la de querer volver a leer la
novela, de comienzo a fin, como toda buena novela, para recuperar cada detalle
que pudimos omitir en la primera lectura, distraídos por la vorágine de
acontecimientos; esa segunda, —y hasta tercera— se disfruta aún mucho más.
De
esta forma, después de Duelo de miradas
(2000) y El arreglo (2008) de Óscar
Godoy Barbosa Once días de noviembre se
convierte en un referente obligado en la literatura nacional, por los días en
que la novela colombiana tiene quizás el mejor momento de su historia, cuando
aparecen cada mes nuevos y excelentes títulos de jóvenes autores pero también
de otros que demuestran ya su maestría y veteranía en el oficio, como es el
caso de Godoy. Por último es necesario resaltar la bellísima edición que logra
Ediciones El Huaco, bajo el concepto editorial de Germán Gaviria, un veterano y
avezado editor que sabe cuidar hasta el más pequeño detalle para llevar al
lector no solo el placer del texto, sino la experiencia, nunca igualada, de un
bello libro que se deje masajear y tocar, en la medida que avanza la lectura.
Toda un experiencia, intelectual y estética.
P. Potdevin
P. Potdevin
Óscar Godoy Barbosa |
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