Elogio
a esa mujer u hombre que silenciosos deambulan entre estantes y libros, día
tras día, semana tras semana, año tras año. Elogio a ese bibliotecario público
que quizás llegó al oficio por accidente y hoy ha descubierto una pasión de
vida, ama de verdad su oficio y se entrega con todo a él. Elogio a esa persona
que abre puertas a jóvenes, niños y adultos para que se aventuren al fabuloso
mundo de la lectura, a que descubran que las utopías son posibles y los sueños
proyectos realizables. A esa bibliotecaria que no es guardiana sino anfitriona;
que propicia a que muchas personas encuentren su vocación de escritor, de
simple lector, de investigador, sociólogo, científico, médico, historiador,
ingeniero o maestro. Elogio a ese bibliotecario que no es egoísta con sus
tesoros, que los comparte generosamente; que vive entre libros —pero también
entre personas—; que cuida de ellos, los mima, los limpia y los restaura, que
propicia la ágil circulación del saber. Ser bibliotecario es realizar uno de
los más antiguos oficios del mundo, uno que ha sido desempeñado por personajes tan
famosos como los hermanos Grimm, como los papas Nicolas V y Pío XI, por Benjamín
Franklin y Mao Tse Tung, por Golda Meir y Giacomo Casanova, por Goethe y por
Lewis Carroll, por Rubén Darío, y también por León Felipe, Jorge Luís Borges, Mario
Vargas Llosa y Stephen King, pero también, y quizás más importante, por miles de
personas anónimas que no conocemos y cuyos nombres no quedaron registrados en
los anales de la historia, pero que sin lugar a dudas dejaron huellas profundas
en la formación y educación de millones de personas al recomendar el libro
preciso, en el momento preciso, por rastrear un libro perdido, por recuperar
uno que amenazaba ruina, por ubicar el tomo perdido entre las estanterías para
que el usuario pudiera leerlo, ansiosamente y con deleite, y que además. Al
momento del contacto humano, entregan no solo el libro sino una sonrisa. Elogio
a todos los bibliotecarios públicos, y también a los de bibliotecas privadas,
claro está, a los de grandes colecciones pero también, y en especial, a los de
las pequeñas bibliotecas de provincia, en donde se prestan menos de
cuatrocientos libros en un semestre, pero que para esos lugares es una cifra
considerable; elogio a esos bibliotecarios, hombres y mujeres, que con su
oficio logran sustraer a la juventud de otras distracciones que no redundan en
nada positivo para la educación de ella y más bien, con su amoroso oficio, inculcan el amor por la lectura. A todos
ellos rindo homenaje.
Philip
Potdevin
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