Entre mis grandes placeres está el
descubrir grandes textos escritos hace muchos años pero que por cualquier
razón, han pasado desapercibidos o ignorados por mi. Adentrarse en un libro de
estos, bien sea por sugerencia de algún amigo o por la mera casualidad o el
azar, es la experiencia maravillosa de revelar un mundo desconocido hasta
entonces.
Dicha situación acaba de suceder
con un largo poema que me ha dejado abismado. Cuaderno de un retorno al país natal, de Aimé Césaire,
oriundo de Martinica, es un poema que llevo un mes degustándolo de sorbo en
sorbo, de verso en verso, de imagen en imagen. Debo reconocer que ha sido el
poeta mayor Juan Manuel Roca, quien me ha sugerido esta obra, en medio de una
amena conversación en torno a la poesía raizal de nuestro continente.
Escrito en 1939, pasó desapercibido
por el Olimpo francés, no sólo por haber irrumpido como una sorpresa su
lenguaje, su calidad y su origen –un poeta joven, negro, proveniente de una
olvidada colonia antillana que habla de un pasado y un presente que pocos franceses
quieren enfrentar o reconocer – sino también porque en los meses que es
publicado de manera fragmentaria en la revista Volonté, Europa se asoma al abismo de la guerra mundial provocada
por Hitler.
Césaire sorprende a Breton, a Sartre y a los surrealistas
franceses con un poema descomunal sobre su raza, una raza que busca tender
puentes con el África raizal, con los poetas de Senegal, Dahomey, Costa de
Marfil y los demás lugares de la costa occidental africana de donde provienen
muchos de los esclavos que poblaron durante siglos las colonias británicas,
españolas y francesas de América.
El
cuaderno de un retorno es el grito prolongado que se desplaza entre la
rabia inveterada contra los franceses dominantes de las colonias y la rabia por
la indolencia de la propia raza que se entrega, sumisa y desalentada, al
vapuleo, a la denigración, a la explotación inmisericorde de los amos blancos.
El poema es un canto a la negritud, quizás el más bello canto que se le haya
hecho a esta raza, es una alabanza al ser negro, al sentirse negro, al orgullo
de su color: “negro, negro, negro, desde
el fondo del cielo inmemorial”, clama como en un desierto Césaire, cuando
muchos de sus hermanos, irónicamente a lo que aspiran es a blanquear su raza
para alejar el innegable ancestro africano.
Césaire yuxtapone y hermana lo
sublime con lo execrable, la belleza con la violencia., lo maternal con lo
brutal.
¿Quiénes y cuáles
somos? ¡Admirable pregunta!
A fuerza de contemplar
los árboles y mis largos pies
De árbol han cavado en
el suelo anchos
Sacos de veneno altas
ciudades de osamentas
A fuerza de pensar en
el Congo
Me he convertido en un
Congo rumoroso
De bosques y de ríos
Donde el látigo
restalla como un gran estandarte
El estandarte del
profeta
Donde el agua hace
Lkuala-likuala
Donde el relámpago de
la cólera lanza su hacha
Verdosa y domina a los
jabalíes de la putrefacción
En el hermoso lindero
violento
De las ventanas de la
nariz.
Césaire es un revolucionario, un
inconforme, un acusador que señala aquí y allá a todos, propios y ajenos que
han contribuido a la debacle de una raza que parece haber perdido toda
dignidad. El poeta desea cambiar el status
quo, y lo logra, pero no mediante la política o la acción, sino mediante el
lenguaje, la imagen, el discurso. Césaire es ante todo, un poeta, un poeta de
enorme estatura que deja atrás a los más encopetados poetas de la lengua que él
habla. Este poeta inaugura una tendencia que se irá consolidando en la medida
que su siglo avanza y es la que las mejores letras francesas surgen de
escritores nacidos en ultramar, no en suelo continental.
La imagen en Césaire no tiene
límites, la forma tampoco. El poema pasa de la prosa al verso y del verso a la
prosa con una frescura estupenda. El lenguaje es escogido, exquisito, educado,
quizás es ello lo que incomoda a los primeros lectores franceses que no imaginan
que un negro, pobre y desconocido de una insignificante isla antillana sea
capaz de ser dueño de tan portentoso lenguaje.
Al
final del amanecer, el morro de pezuña inquieta y dócil, -su sangre palúdica
arrolla al sol con sus pulsos recalentados.
Al
final del amanecer, el incendio reprimido del morro, como un sollozo que se ha
amordazado al borde de su estallido sanguinario, en busca de una ignición que
se escabulle y se desconoce.
El Cuaderno toca fondo en lo más espeluznante, en lo mas escatológico,
en lo innombrable y lo irrepetible, pero desde allí emerge en busca de oxígeno
y lo encuentra en un grito de esperanza.
¿Pero que extraño
orgullo me llena de pronto?
Que venga el colibrí
Que venga el gavilán
Que vengan los restos
del horizonte
Que venga el cinocéfalo
Que venga el loto
portador del mundo
Que venga de los
delfines una insurrección perlífera
Rompiendo la concha
del mar
Que venga una zambullida
de islas
que venga la
desaparición de los días de carne muerta
En la cal viva de las
aves rapaces
Que vengan los ovarios
del agua donde el futuro agita
En diminutas cabezas
Que vengan los lobos
que pacen en los orificios salvajes
Del cuerpo en la hora
en que en la posada elíptica se encuentran mi luna y tu sol.
…
El lenguaje de Césaire es alucinante, posee un ritmo endiablado
que casi no permite respirar ni distraerse en lo más mínimo a riesgo de salir
del deslumbramiento y perder la experiencia única de su lectura. El Cuaderno es un poema difícil de agotarlo
en una, dos, tres lecturas. Hay algo que obliga a volver a él, a ocuparse una
vez más de su ritmo, de su lenguaje, de los cuatro movimientos como una
sinfonía en que esta construido pero sin que se vean las costuras entre
movimiento y movimiento.
La presentación que hace en la edición en español el también
poeta y traductor Agustí Bartra, es iluminadora y además es una excelente
introducción al autor y la obra. La traducción es limpia y auténtica como se
puede apreciar en la edición bilingüe de la Biblioteca Era que data de 1969. No
tengo la menor duda que volveré una y otra vez a leer este libro con ilusión,
admiración y veneración.
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