Javier Mallarino es el protagonista de Las reputaciones. Se trata del más afamado y célebre caricaturista de su época, al final del siglo pasado. Ha realizado una carrera vertiginosa en los mejores medios del país, impulsado y apoyado en gran parte por su indómita mujer, Magdalena. Su capacidad de sintetizar la política nacional, de caricaturizar a sus protagonistas, de hacer la crítica m ás acerva de la manera más sutil, “un aguijón cubierto de miel”, lo convierte en el más admirado y odiado de todos los periodistas nacionales.
Mallarino es capaz de echar a rodar cuesta abajo una
reputación construida durante años de trabajo con una caricatura: basta unos
sencillos trazos en tinta negra y una frase lapidaria que no da margen a
defensa o reivindicación alguna. Por esa razón, todos lo respetan, le temen, lo
endiosan. Nadie quiere quedar capturado en los rasgos rápidos y precisos de
Mallarino, todos quieren estar a su lado, ninguno en la orilla opuesta de sus
afectos. Mallarino es perfectamente consciente de su poder, de su capacidad de
silenciar a un político, de ridiculizar a un periódico que se atreve a
censurarlo, de poner en aprietos a un presidente, de echar a rodar un rumor.
Y, a la vez, Mallarino, en la cima de su carrera, cuando recibe homenajes por sus cuarenta años de vida profesional, comienza a cuestionarse el sentido de todo lo que hace. El para qué de sus dardos, el propósito de tantas puyas, por una parte, tan bien recibidas por la opini ón publica pero también, tan dañinas para tantos individuos que quedan sometidos al escarnio público.
Una de las víctimas de su estilete entintado es el senador Cuéllar, quien se ve envuelto en un penoso incidente en la propia casa de Mallarino, a la que se ha acercado para implorarle, de manera sumisa y ridícula, que le merme a las críticas contra él. En un episodio algo bizarro, Cuéllar aparentemente ha abusado sexualmente a una niña, pequeñita, compañerita de la propia hija de Mallarino. Las dos pequeñas se han quedado profundamente dormidas en la alcoba de Mallarino después de haber ingerido los restos de distintos vasos de alcohol de la fiesta que ha organizado el célebre periodista y bajo ese circunstancia Cuéllar ha entrado a la alcoba y molestado sexualmente a la niña. La caricatura al día siguiente no se hace esperar y con ella, se inicia el fin de la carrera y la vida de Cuéllar, quien al poco tiempo se suicida botándose por la ventana de un quinto piso. En Mallarino no hay, en ese momento, el menor remordimiento.
Tienen que pasar muchos años, más de veinte, para que el episodio regrese a su vida, ahora determinado por la niña abusada, quien ya es mujer adulta y quien busca a Mallarino, bajo el pretexto de hacerle una entrevista, para descubrir en realidad qué fue lo que sucedió esa noche.
Las reputaciones
fluye de una manera increíblemente fácil, lo cual habla del dominio de la
técnica por el autor. Su lectura es casi apasionante. El personaje de Mallarino
está construido como espejo del mítico Ricardo Rendón de inicios del siglo
veinte, caricaturista de la época quien igual gozó de fama, poder y soledad, y
quien acabó su vida, nadie sabe con exactitud el móvil, pegándose un tiro
sentado en el café La Gran Vía en Bogotá. Mallarino como personaje es
convincente, contradictorio, arrogante, solitario y por supuesto, frágil. Su
vida ha llegado a un momento hueco. Los encuentros con su ex esposa no alcanzan
a colmar su sensación de hastío. Sólo la llegada inesperada de Samanta, de la
misma edad que su propia hija Beatriz, logra despertar alguna ilusión por
continuar su vida con algún propósito, así sea el de ella, el encontrar la
verdad de lo que sucedió tantos años atrás.
¿Qué impide que Las
reputaciones alcance la perfección? Varios aspectos: falta de verosimilitud
en algunas escenas, inexactitudes y ausencia de precisión de relojero en el
andamiaje narrativo.
Las visita de Cuéllar humillándose en la casa de
Mallarino, el descuido de Mallarino con las niñas que propicia la escena sobre
la cual gira la novela, el desnudamiento de Samanta en el vehículo de Mallarino
carecen de la verosimilitud que exige la autoridad narrativa. También, el
personaje de Samanta, quien juega un papel preponderante en la obra es débil,
insulso, al contrario de la fuerza que se nota en Magdalena.
Pero lo más significativo, que aún deja a Vásquez por
debajo de los referentes de talla mundial, es que la trama no alcanza el
ajuste, la precisión, la escrupulosidad que demuestra por ejemplo un Julian
Barnes en El sentido de un final. Las
prefiguraciones son aún débiles, los giros inesperados en la trama
insuficientes y el final queda abierto, de manera innecesaria, con una
conversación que no alcanza a suceder en las páginas de la novela, entre él,
Samanta y la viuda de Cuéllar. También queda a la deriva (sujeta a la libre
interpretación del lector) la suerte de Mallarino tras la renuncia a su cargo
que redacta Mallarino y el hecho de descolgar y meter en una bolsa sus
implementos de trabajo.
La tercer y última parte de Las reputaciones es de un elevado lirismo. Vásquez en su plenitud de narrador: la tensión va in crescendo, Mallarino se enfrenta a su propia vulnerabilidad, a la fragilidad propia frente a lo que él mismo ha construido como su arma más poderosa: la vindicación, el señalamiento, el jugar a ser vocero de la justicia y la verdad. Por ello, la sensación de vacío al final, de anticlímax, es la que deja el mal gusto. Al final, y más allá de los puntos donde se queda corta Las reputaciones es justo reconocer que Juan Gabriel Vásquez, junto a Tomás González, están ya en las grandes ligas de la literatura internacional. Y eso es un importante motivo de orgullo nacional.
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