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La francesa de Santa Bárbara de Gloria Inés Peláez es reeditada por Sílaba Editores




La premiada novela (Premio de novela Universidad de Antioquia, 2009) de Gloria Inés Pelaez acaba de ser reditada en una hermosa y muy cuidada edición de Silaba. 

Melisa Restrepo Molina, afirma: 


"Esta novela refiere los orígenes del estudio de las ciencias naturales en la Nueva Granada, acompaña el viaje exploratorio de los naturalistas Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland a estas tierras, y hace un seguimiento de la Expedición Botánica… El paso de las ciencias a la guerra es directo y se da gracias al prócer Francisco José de Caldas, personaje protagónico de la novela, y a una inesperada historia de amor y de pasión entre éste y la narradora.

He aquí una mirada novedosa y neutral, aun cuando apasionada y completamente verosímil, de la época de la Independencia y de los hechos fundacionales de la nación colombiana. Guerra y revoluciones, que solemos asociar con muerte, con lo trágico y con una perspectiva esencialmente masculina, son tratadas desde la sexualidad y la sensualidad de una mujer que presencia lo ocurrido y lo registra en sus escritos. El punto de vista de la narradora es privilegiado, puesto que al encarnar la otredad en sí misma, tiene la posibilidad de atestiguar el pasado desde la periferia y a la vez, adentrarse en la historia e incidir en su desenvolvimiento. En cada página de la obra de Peláez, el lector siente el correr de sangre caliente y pasional y revitaliza su propia historia. Luego de terminar su lectura, continúa viviendo entre los personajes y acontecimientos narrados, tal como ocurre en todas las novelas dignas de rescatar y que, con seguridad, van a trascender en el tiempo."
El fragmento inicial de esta novela, demuestra el calibre y tono de la prosa de Peláez:

"Antes de que el hombre ocultara su mirada en mi regazo, dilaté el instante acariciando su cabello, temerosa de hacerle daño si me apresuraba, segura de darles a él y a los hombres que me buscaban la mejor de las medicinas para aliviar sus penas. El soldado inclinó la cabeza, se abrazó a mi cintura y hundió su rostro en mi vientre aferrado a mí como a un árbol, mostrándome el terror de marchar a la guerra casi desnudo y desvalido de armas, acosado a sus espaldas por el ejército realista. El calor de su aliento traspasaba mi saya y acaso la humedad que percibía se debía a sus lágrimas. No sabía su nombre pero le musité François cuando hundí mis dedos en su cabello y lo mecí como a un niño. Mi voz sonaba extraña, me escuchaba como si otra mujer repitiera en mí oído lo que debía decirle al soldado que se entregaba en medio de la habitación, y fuera ella la que se rendía también tras fuertes inspiraciones para propagar el fuego desde las ingles como una ola creciente hacía las extremidades. El hombre continuaba aferrado a mí en una incómoda posición que me recordó el gesto contrito de los que confiesan sus pecados. No esperó el nuevo soldado llegar hasta el camastro y me detuvo con su súplica antes de que me despojara de la mantilla. Bajé mis manos y acaricié la barba arisca que le había crecido los días que estuvo oculto en el subterráneo de la Candelaria con poca comida, sin sol y sin cuidados, esperando el momento de escapar de la persecución de Sámano, con el único pasaporte de unirse a las tropas patriotas para salvar su vida. El hombre tenía miedo de la guerra y su cuello palpitante delataba un llanto silencioso que ya mojaba mi saya. Afuera se imponía el silencio, acaso el roce del pie desnudo de un prófugo sobre las piedras o la pisada leve de los soldados rompía la noche, sólo el oído experto podía escucharlos. La oscuridad había permitido a este hombre ingresar a la casa y no hacíamos ruido diferente al de nuestros alientos que comenzaban a emparejarse, en un jadeo que prometía hacernos contemplar la Luz con la unión de nuestros cuerpos. La pura compasión me movió a quitarme la mantilla. Sobre ella cayó la blusa, tras un leve forcejeo para desprenderla de las manos ansiosas del hombre que temía desasirse de mi cintura. Adivinaba su temor de morir y yo debía llevarlo a la pequeña muerte para darle la fuerza de vivir en riesgo, respirando sobre la punta del sable a afrontar la suerte del que va a la guerra. Él seguía allí arrodillado como si se entregara al sacrificio. Lo volví a llamar François y me incliné para mirarlo a los ojos. Detrás de él brillaba la lámpara, la sombra me ocultaba su mirada. Sus manos buscaron las cintas del corpiño y las deshizo. Eran las manos de un criollo que no había sufrido el rigor del trabajo, ni de la labranza y que más tarde empuñarían un sable. Mientras ascendía a mi cuerpo dejaba atrás su vergüenza de temer a la muerte y a la ira de verse acosado por sus enemigos. Cara pagaba este hombre la osadía de desafiar a la Corona y aunque había ocultado su participación en las guerras de independencia, Sámano lo hacía huir hacia los Llanos donde se decía que un ejército patriota daría fin a la Colonia. Su aliento sobre mi cara era como el de otros que pasaron por mi camastro en busca de la calma para enfrentar la guerra, visitantes que llegaron a endurecer sus corazones para mirar de frente a la muerte sin apego a esta vida imperfecta. Yo asumía sus flaquezas, sus cobardías, borraba de sus frentes los recuerdos de las manos amadas y los entregaba a la paz del que ya no desea nada más que seguir sin pena el camino, tan sólo con la promesa que les susurraba mientras humedecían mi sexo, que en una vida futura volverían a vivir en esta tierra, serían más sabios, simples y próximos a la Luz del Dios Bueno. Así le dije al criollo mientras besaba su frente incrédula pero serena.

En los momentos de sosiego, cuando el horno está apagado y la harina reposa sobre la mesa, contemplo la soledad de la casa y la nostalgia me vuelca la mirada a los años que me trajeron el presente que vivo. Espero la noche y el toque nervioso en la puerta de algún hombre que necesita la sombra protectora de la habitación para curar sus heridas o amarme; o la rápida visita del chasqui con la noticia que me devolverá a mi hijo, o cualquier noticia que cuente sobre la vida secreta de Santa Fe. Mientras tanto, me complazco meditando, escribiendo mis recuerdos en legajos que voy guardando con la misma devoción que tenía el clérigo Mutis cuando hacía sus observaciones; y como él, los empaco celosa en un cajón con llave. Acaso algún día llegue Francisco de la guerra y encuentre en ellos la huella de su padre.  

Puede ser que al releerlos algún día de mi vejez pueda entender qué Dios me empujó a contribuir en esta guerra. ¿Acaso mi destino lo marcó la deidad maligna que creó al mundo, el Dios Malo que nos tienta desde el principio de los tiempos?, o por el contrario, ¿mi participación en la guerra me ha acercado al Dios Bueno? No sé. Ahora pienso que es imposible juzgar o condenar al cuerpo cuando se ha salvado el espíritu, así haya sido por obra del Dios Malo que miento, robo, almaceno armas, sano y guardo enemigos de la Corona, traicionando mis principios de no involucrarme en el mundo material. No dejo de preguntarme estas cosas en mi aparente soledad. Aunque sólo me responda el roce apagado de la pluma y el fugaz brillo de la tinta sobre el papel."



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