El Nuevo Acuerdo Final:
Don Floro y el ave fénix de alas maltrechas
Philip Potdevin
Fernando Maldonado, Figura en campo de signos, mixta sobre lienzo, 86 x 100 cm |
Don Floro es maestro de escuela jubilado, fogueado en las escuelas del
Magdalena Medio, por los lados de Puerto Berrío, como en las
del páramo de Sumapaz e incluso en las del Cauca, en Timbío. Sobrevivió. Salió
del magisterio, rico en experiencia y sabiduría y más pobre que antes por su magra
pensión. Debe andar por los 70 años y toma tinto negro y amargo en el mismo café adonde
acudo puntualmente todas las mañanas, en la Calle 16, en el
corazón del centro de Bogotá. Me ve llegar con mis papeles y mis libros, y busca
conversación. Me gusta hablar con él, pues tiene su
propia visión del país y además es una enciclopedia ambulante de citas, fruto
de su enseñanza en la escuela pública. Le comento que estoy escribiendo una
nota sobre el incierto futuro del llamado Nuevo Acuerdo Final (NAF) entre el Gobierno y
las Farc, ante tanto obstáculo que se vislumbra en el panorama nacional. No más
el asesinato de un centenar de líderes sociales que la Procuraduría General de
la Nación y el Ministerio de Defensa insisten en negar que obedecen a una trama
común es uno de los muchos síntomas de la precariedad del proceso
de paz en el país.
¿Usted leyó a Borges? La pregunta es don Floro. Y sin
esperar respuesta, dice: Pues recuerde ese cuento, Ulrica, donde al
personaje le preguntan: “¿Qué es ser colombiano? Y él responde: No sé. Es un
acto de fe”. ¿Entiende? Usted tiene que creer. En el país hay que creer.
Y le doy la razón, pero lo cierto es que el NAF surgió de la derrota del Sí en el referendo celebrado el 2 de octubre (2-X)
como un ave fénix, pero con el infortunio de haber nacido con sus alas maltrechas,
defectuosas, que le impiden levantar esplendorosa el vuelo y mostrarle el camino a
un país que mantiene la esperanza de vivir una paz estable y duradera. En el
plebiscito triunfó la retórica del castigo y la no impunidad. El Gobierno y las
Farc manifestaron su disposición a sentarse de nuevo, ya no con una agenda
propia sino con la impuesta por los voceros del No. Había que salvar el trabajo
de más de cuatro años de conversaciones. El resultado de la nueva negociación fue
presentado al país el 24 de noviembre, a cuatro meses del primer Acuerdo Final
y a menos de sesenta días del 2-X. Para sorpresa de muchos, el NAF no fue
sometido al mismo electorado que ya se había pronunciado sino que se acudió al
Congreso mediante ciertas argucias legales, para evitar una nueva derrota. Tanto
el Legislativo como la Corte Constitucional lo validaron y así le dieron paso
al proceso de la llamada vía rápida o fast
track, mediante la cual los decretos y leyes reglamentarias del
NAF gozan de un trámite expedito. Es evidente que salir de más de medio siglo
de conflicto armado solo es posible si se emprende una revisión profunda de los
modelos económico y político, así como de las dimensiones culturales del país.
Don Floro interrumpe. Usted sabe lo que dijo Lleras Camargo en su momento. “La guerra civil es el deporte nacional”.
Y ahora que la selección está tan alicaída, pues qué quiere. Pero siga, lo
escucho. Y entonces menciono que de los tres aspectos necesarios para un gran cambio
en una sociedad enferms, desde un comienzo en La Habana se excluyó la discusión
en torno al modelo imperante, el capitalista neoliberal; por otra parte, el
modelo político y democrático apenas si se revisó en el punto de participación
política, mientras que la dimensión cultural sí cruzó el NAF de manera
transversal. Por ello, el documento emanado de la negociación posplebiscitaria
es un elemento incompleto, fraccionado, de cara a la construcción del proyecto
de un país ausente de guerra, cuando el origen de esta recae en el despojo y la
inequidad en el acceso a la tierra, la desigualdad en la distribución de la
riqueza y la falta de garantías políticas para ejercer la oposición de manera segura.
Don Floro sonríe. Sorbe ruidosamente su café y dice: Usted es demasiado
joven para haber escuchado a Gaitán, que dijo muchas verdades.
Mire: en referencia a la matanza de las bananeras, el caudillo manifestó: “Dolorosamente sabemos que en este
país el gobierno tiene la metralla homicida para los hijos de la patria y la
temblorosa rodilla en tierra ante el oro yanqui”. Mientras el país siga hipnotizado
en el modelo neoliberal, será difícil que las cosas cambien. Usted tiene razón, concluyó. Me animé con
lo que dijo don Floro y le expliqué que el NAF, con todo lo que omitió sobre el
modelo económico, con los recortes y ajustes sufridos con relación al documento
original y con la forma atropellada con que se está haciendo uso del fast track es evidente que este nuevo
acuerdo no sólo está imbuido de una debilidad estructural sino que además
ha quedado expuesto a un entorno poco favorable, cuando no abiertamente
hostil.
Parece haber dos razones para ello, le señalé. En primer lugar, el NAF, al
perder la posibilidad de convertirse en acto reformatorio de la Constitución,
carece de los elementos necesarios —en este caso, el aval del constituyente
primario— para una vida autónoma; su nivel de influencia, en últimas, no pasa
de ser un documento guía que requiere múltiples apoyos, compromisos, leyes y
reglamentos para su viabilidad. En segundo lugar, el eje de la
dimensión de cambio cultural de la sociedad colombiana, sobre el cual las
partes hicieron girar cada uno de los puntos del Acuerdo, ha sido prácticamente
ignorada por las distintas esferas de la sociedad. En otras
palabras, podemos sintetizar que la limitada viabilidad del acuerdo obedece a
una fragilidad intrínseca, acentuada
por un ambiente adverso, y a una discrepancia
entre el cambio cultural que presupone el NAF y la disposición de una sociedad
de abrazar el cambio cultural.
Miré a don Floro y comprendí que deseaba
decir algo. Con su sonrisa desdentada, me soltó otra frase de Gaitán: “Parece
que a este nuestro pueblo, al igual del personaje de Poe, lo ha invadido la irremediable
cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles
cosas cuanto por el fundado temor de no ver nada”. ¿Eso es de sus defensas
penales?, pregunté, y me aclaró: No, de
su tesis de grado sobre las ideas socialistas en Colombia.
Agradecí su comentario y le comenté que el primer argumento, el de la fragilidad,
se sostiene sobre múltiples evidencias. En primer lugar, las partes llegaron exhaustas
al nuevo acuerdo. Tanto el Gobierno como las Farc asumieron un enorme desgaste en
su credibilidad política y en la confianza de los colombianos. La dilatada
duración de las negociaciones –cuatro años–, la reticencia de
las Farc para asumir responsabilidades históricas y pedir perdón, y luego la
derrota en las urnas les causaron una visible mella a las partes en su estado
anímico y en la imagen frente a la sociedad colombiana. El Nobel para el
presidente Santos no logró revertir su enorme impopularidad como adalid del
proceso.
Por otra parte –continué–, el trayecto final de las negociaciones tuvo demasiados
cierres parciales (el relativo al punto 4, sobre cese de
hostilidades, y el sexto, referente a los mecanismos de verificación, firmados
ambos en la recta final del proceso), cada uno anunicado
y celebrado como si fuera el definitivo. Todo esto le restó energía
a la firma final para que tuviera el efecto de un verdadero cierre histórico. Para
las partes, el arribo a una firma del Acuerdo Final se convirtió en la meta a
conseguir; y poco se dejó para examinar cómo se iría a implementar el mismo. Es
decir, las partes dilapidaron su combustible, credibilidad e imagen en la
consecución del Acuerdo, y malgastaron las reservas de capital político para lo
que vendría después. El espíritu triunfalista tras la firma del primer Acuerdo
Final, así como de los puntos 4 y 6, obnubiló a las partes e impidió que vieran que
la derrota en las urnas era no solo factible sino hasta muy probable. En ese
sentido, el NAF, al hacerse público, ya no fue más que un
trasnochado y extemporáneo fuego artificial después de una andanada de
prematuras celebraciones colmadas de júbilo y una no muy velada arrogancia.
La tercera evidencia de la fragilidad del NAF –expliqué
mientras observaba que don Floro seguía atento a mi exposición– es que se firmó
a menos de 18 meses de las elecciones presidenciales, con lo cual su estabilidad
y su perdurabilidad están condicionadas a los resultados de
las urnas en abril de 2018. Con un país políticamente polarizado, donde los representantes
del No siguen sin validarlo, la posibilidad de que el próximo presidente sea hostil
o indiferente al mismo es alta, con lo cual, por más ‘blindaje’ que se
trate de lograr en el ámbito constitucional –mediante un
artículo transitorio que contemplará que “Las instituciones y autoridades del
Estado tienen la obligación de cumplir de buena fe con lo establecido en el
Acuerdo Final”–, el apetito futuro para implementar los acuerdos está en
entredicho.
Otra razón –insistí– es la inexistencia, hoy día, de un sujeto urbano (y también rural) que
se apropie del NAF y lo apoye públicamente. La oleada de protestas y de apoyo
al derrotado Sí, que vivió el país al conocerse el resultado de las urnas, evidenció el mea culpa de una masa habilitada para votar que, confiada o
escéptica, se quedó en casa y no salió a votar, convencida de que el Sí tendría
una holgada victoria o de que la paz firmada sería traicionada por alguna de
las partes o por las dos. Tan pronto se anunció que las partes se
sentarían a renegociar, el sujeto urbano y el rural pasaron
de nuevo a una cómoda segunda fila. Por otra parte, es necesario reconocer que
quién sí logró disciplinar y convocar a un sujeto en torno a un ideal patriótico y
anti-Farc fue el expresidente Uribe, quien durante sus ocho años de gobierno y
en los seis siguientes ha conseguido movilizar una opinión pública fiel a
su inflexible posición de rechazo a cualquier acuerdo con las Farc que carezca
de visos de capitulación.
Don Floro se sacudió en la silla, no aguantó más su silencio y me
interrumpió de manera tajante: No me hable de ese señor, pues
entonces tendré que traerle una cita aquí de don Vallejo, el escritor ese que
no tiene pelos en la lengua, y que sé que usted no es
demasiado propenso a sus novelas, pero ahí se la dejo, así se la censuren: “Ya saben lo que fue la mano firme: la
mano tendida a los secuestradores, asesinos y genocidas paramilitares, la mano
traidora que les ha estado extendiendo el remilgado a los de las Farc. Don
bellaco es un hombre generoso, tiene el corazón muy grande. Colombianos: roben,
atraquen, secuestren, maten que aquí tenemos de primer mandatario a nuestro
primer alcahuete. No teman ningún castigo que se quedarán impunes, esto es el
reino de la impunidad. ¡Y yo que creía que lo más vil que había producido
Colombia eran César Gaviria y Andrés Pastrana! ¡Pendejo! Este país se supera”.
Don Floró me miró con ojos
desafiantes. Esbocé una sonrisa apretada y preferí no comentar. Vea, don Floro –continué–, otra realidad
que reafirma la fragilidad del NAF es que ha quedado al desnudo los intereses
particulares y pragmáticos de las partes. Pareciera que al Gobierno y a muchos
de los que han aceptado el NAF a regañadientes el objetivo principal se ha
conseguido: desarmar a las Farc. Y para éstas su interés
particular está cada vez más cercano: la garantía de una salida política a
través de un partido y la certeza o la esperanza de que sus miembros, y en
especial sus líneas de mando, no tanto las más altas sino las de nivel medio
que potencialmente tendrían la capacidad de convocar directamente a los
exguerrilleros para volverse a armar, no sean víctimas de una oleada de
exterminio, como sucedió ya con los miembros de la Unión Patriótica. Más allá
de esos dos objetivos, cargados de un incuestionable pragmatismo, las 310
páginas del NAF no pasan de ser, para muchos, un texto de buenas
intenciones.
Por último –concluí–, el hecho de que el NAF ha pasado por alto el modelo
capitalista neoliberal que modela y da forma a la Colombia actual es quizá la
prueba mayor de la precariedad del contexto y el entorno del posconflicto.
Es difícil creer que los grupos de poder entren a un examen para revisar las
falencias del sistema desde su autocrítica. La oportunidad histórica
para que esto sucediera pasó y tampoco será materia de negociación en el proceso
que se inicia con la segunda guerrilla más grande del país: el Eln.
Más allá, digo a don Floro, de la fragilidad propia del NAF y del entorno
poco propicio en el que ha nacido, es necesario recalcar también el argumento
que he llamado de la discrepancia entre lo acordado y la vocación de la
sociedad actual que debe implantarlo. En Colombia ha dominado
una cultura de violencia en su sociedad desde el nacimiento de la
república, y aún antes; una cultura de violencia acompañada de otra cultura
de intolerancia por las diferencias políticas (Corona-Colonia, federalismo-centralismo, liberalismo-conservadurismo;
derecha-izquierda; establecimiento-insurgencia; legalidad-ilegalidad); una
cultura de estigmatización por las inclinaciones ideológicas de los
adversarios, y en simultánea una cultura de autoritarismo por parte de grupos y
opositores, incluyendo el Estado mismo; una cultura de
fuerza, del uso de las
armas para hacerse justicia; una cultura de
privatización de la seguridad privada, pero también una cultura de no
participación política, por
indiferencia o por miedo; una cultura represiva ante la
expresión de la protesta social y popular; y una
cultura de irrespeto por los Derechos Humanos de las mujeres, de los niños, de los
adolescentes, por sólo mencionar algunas de estas ‘culturas’ que han
imperado y prosperado, y se han enquistado en el país. Pero también prevalece una cultura
de revanchismo, de no perdonar, que sigue arraigada en el odio, la
intolerancia, el deseo de venganza y la persecución implacable para que no
haya la menor probabilidad de impunidad, a ojos de lo cual cada uno
debe ser castigado y en la forma como cada cual considera que se debe ejercer
esa justicia.
Don Floro alzó el dedo índice para pedir la palabra. Fíjese usted: Petro,
que ahora anda muy bien en las encuestas a pesar de su floja alcaldía, dijo cuando
estaba en el Congreso, por allá en el 2007: “La sociedad colombiana es y ha sido gobernada por
el odio. Mientras la sociedad colombiana sea gobernada por el odio no va a
alcanzar la paz”. Ello demuestra que son mejores sus palabras que sus actos de gobierno.
Pero, en todo caso, es
un tema serio. ¿No le parece?
Claro, por supuesto, concordé con él. De allí que el NAF, de manera
acertada, insista en la necesidad de mudar esas ‘culturas’ y hacer
emerger unas nuevas, sustitutivas de las mencionadas. Hacia lo que se apunta de
manera general es a una sociedad que emerja con la voluntad y la disposición
para asegurar la ampliación democrática, el fortalecimiento del pluralismo, una mayor
representación de las diversas visiones políticas; la promoción
de la convivencia, la tolerancia y la no estigmatización; la provisión de garantías
para ejercer la oposición y para que los movimientos sociales de protesta
tengan también esas garantías.
La realidad vivida a partir del 2-X demuestra lo maltrechas que están las alas
del ave fénix que surgió de sus cenizas. Hay varias razones desde esta
perspectiva cultural. En primer lugar, si algo se intuía a medida que el
plebiscito se aproximaba en el calendario de los colombianos, y quedó al
desnudo cuando comenzaron a conocerse los resultados al final de aquel domingo
2 de octubre, era que Colombia es hoy un país dividido entre dos
visiones antagónicas sobre la paz. La polarización de perspectivas al interior
de muchas familias colombianas fue el microcosmos de lo que la sociedad estaba
viviendo en gran escala con visiones irreconciliables, si bien unos y otros
coincidían en el común denominador de que “todos
queremos la paz”.
¿La realidad? Cuál realidad, intervino don Floro. Vea, ya que
usted me hizo recordar a don Fernando, aquí le entrego otra cita suya: “¿Y qué es la realidad, pregunto yo, si no mera ilusión? A ese paso también
existiría yo, cosa que no me haría ninguna gracia. Las ventas no son ventas y
las rameras no son rameras. Las ventas son castillos y las rameras son
princesas, y todo es humo que llena los aposentos vacíos de la cabeza”. ¿Se da cuenta?
Esa creo que no se la censuran. No se preocupe, le aclaré de manera cortante: allá respetan las opiniones de los que escriben.
No como en otros lugares, donde antes de sentarse a escribir la primera frase
opera la autocensura y después viene la tijera. Pero déjeme continuar, si me
permite, don Floro. Por otra parte, las discusiones que han ocupado al país
desde el NAF comenzaron a trastocar e invertir lo principal por lo accesorio,
lo esencial por lo adjetivo. Prueba de ello es que lo que convoca la atención
(sin hablar del tema paralelo de la corrupción en el caso Odebrecht, que también le ha quitado
energía a la puesta en marcha del NAF) son temas puntuales y de mecánica: el
cumplimiento de los cronogramas para la entrega de las armas, la devolución de
los niños reclutados por la guerrilla, los mecanismos para el uso del fast track por parte del Ejecutivo y el
Legislativo, el aparente peligro (para los militares) de que las
zonas de desarme se conviertan en “repúblicas independientes”. Todos estos
asuntos, en detrimento de las discusiones de fondo,
conversaciones esenciales, filosóficas, pedagógicas, si se quiere, de cómo
recomponer un país desde aquello que lo compone y define: su cultura, su
espíritu de convivencia, su identidad, su necesidad de vivir en armonía y con respeto
por los Derechos Humanos.
En tercer lugar, y en línea con lo anterior, el cambio cultural, que está
en el origen de la transformación de toda sociedad, ha sido relegado al
silencio bajo la premisa, quizá, de que llegará el momento para ocuparse de ello.
La dimensión cultural de la vida social, como lo reconoce el sociólogo François
Houtart, es una parte esencial de su totalidad; una atención demasiado
concentrada sobre los valores económicos y políticos deja en la marginalidad el elemento cultural
de la vida humana. No se puede menospreciar la importancia de los factores culturales
cuando se habla de las políticas necesarias para reinventar el país. Los ministerios
de Cultura y Educación poco se han ocupado hasta la fecha en impulsar,
desde el sector oficial, el cambio de cultura que exige el NAF; tampoco los
sectores privados y las organizaciones independientes parecen tener esto como
prioridad urgente e impostergable.
Por último, no se puede perder de vista que el país también sufre de una
esquizofrenia entre ciudad y campo. El origen del conflicto social, armado, es de
carácter rural, y el tema de la tierra sigue sin resolverse. Los beneficios
alcanzados con el NAF acerca de la Reforma Rural Integral (RRI) y las hectáreas
destinadas para ello no son sino una fracción de lo reservado por el gobierno a
las Zonas de Interés de Desarrollo Rural Económico y Social (Zidres). Un régimen
que aumenta la concentración de tierras, que desprotege al campesinado, desincentiva
la pequeña producción campesina. Sin embargo, desde lo urbano, los paros
campesinos, el paro camionero y las demás manifestaciones populares son vistos
como una expresión más de barbarie, de violencia.
¡Ja!, exclamó don Floro y depositó con fuerza la taza de tinto sobre el
plato. La violencia, oiga, déjeme insistir en ese filólogo tan excelso que es
Vallejo. Si, respondí, en eso estoy de acuerdo, me gusta más como filólogo que
como novelista. Dígame, qué va a citar ahora. Pues, mire, dice: “Violencia es como se debiera llamar ese país de nombre equivocado, y
sus habitantes violentanos, y los académicos que lo estudian en las
universidades norteamericanas,
violentanólogos.”
¿Pero no me dice usted, don Floro, que hay que tener fe en el país? Y él
responde: Sí, sí, hay que tener fe, así sea este un país de
cafres, como decía Echandía, o un país de mierda como sutilmente afirmó al cierre
del noticiero César Londoño, el periodista deportivo, el día en que mataron
a Jaime Garzón. No. No podemos perder la fe.
Bueno, don Floro –seguí–, así las
cosas, hay que reconocer que resulta preocupante el panorama que enfrenta el NAF para
convertirse en motor de la trasformación de la sociedad colombiana; aquel que
lleve al país a una paz estable y duradera, donde exista la garantía de no repetición
del conflicto armado. El asesinato de los líderes sociales es un hecho de
alarmantes proporciones al que tampoco se le otorga la dimensión que tiene; el país
parece estar llamado a repetir la historia de la UP y sus consecuencias. Hay
una sociedad cansada de la guerra, pero parece no haber ponderado lo necesario
para concluir que acabar la guerra va más allá de desarmar a las Farc, cuando lo
que ha estado en juego es la necesidad de un profundo cambio cultural en el
país. Y, por otra parte, hay que resaltar, al final, que un factor que contribuye
a que la situación analizada se esté presentando es que no hay en el país
un liderazgo político, un partido u organización de otro tipo, con capacidad
para jalonar una iniciativa social que desarrolle a plenitud los acuerdos de La
Habana. Surge aquí también la pregunta: ¿Ese liderazgo no
le compete a un movimiento social y político donde converja la izquierda
siempre tan fragmentada, a su influencia social, urbana o rural?
En fin, don Floro, tengo que irme, le dije. Permítame
lo invito al tinto. Le dejo esas paradojas de una realidad que parece superar
todo tipo de diagnóstico y diseños políticos que indican que, para que el
ave fénix pueda volar majestuosa sobre Colombia, para que el Nuevo Acuerdo
Final tenga la viabilidad que merece, es necesario que la sociedad, en sus
distintos elementos constitutivos, lleve adelante discusiones amplias y
abiertas sobre lo que significa este cambio cultural, sin que por ello se
descarten otras reformas fundamentales, en el modelo económico y
político del país, que, al lado de la dimensión cultural, generen una nueva
sociedad que permitan pensar en una paz estable y duradera.
Me despedí de don Floro. Le agradecí sus aportes para el artículo y nos
dimos un fuerte apretón de manos. Me dio ánimos: No se trasnoche tanto por su maltrecha
ave fénix. Va a ver cómo se recupera. Fíjese: no tuvimos tiempo de hablar de
Gabito, pero llévese esta frase, que es de La
mala hora: “Yo
creo que todavía no es demasiado tarde para construir una utopía que nos
permita compartir la tierra”.
Artículo publicado en Le Monde Diplomatique, edición Colombia, Año XIV, No. 165., abril 2017, ps. 4-5.
Artículo publicado en Le Monde Diplomatique, edición Colombia, Año XIV, No. 165., abril 2017, ps. 4-5.
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