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¿Hacer teatro o hacerse a las armas? Acerca de Soñamos que vendrían por el mar de Juan Diego Mejía





¿Ser actor o ser revolucionario? ¿Acaso no es posible fundir los opuestos y convertirse de esa forma en “actor” del conflicto? El dilema hamletiano, ontológico, identitario, atraviesa los personajes de la nueva novela de Juan Diego Mejía, encallados a media travesía entre la ciudad y el monte; y, entre todos, a su protagonista, el narrador, un tal Pável Vlasov, que en realidad no es ese su nombre. Podríamos decir que es un impostor, alguien que esconde (¿o busca?) su identidad en la máscara de los personajes que desea representar. Pável es el nombre de guerra que utiliza un anónimo joven de clase media de Medellín quien a fines de los años setenta se debate entre dos grandes pasiones: la arquitectura y el teatro. Al cabo, parece triunfar su vocación por el teatro, el clásico y también el moderno. Para adoptar su alias se inspira en el personaje de La madre de Gorki, la novela sobre la revolución de 1905 aplastada por el zar, y la no menos célebre adaptación cinematográfica de 1926 de Pudovkin.
Son años de turbulencia los que vive Pável; épocas de dictaduras en Latinoamérica y de democracias militarizadas y de Estado de Sitio en Colombia. El fervor político prende la chispa en la zarza seca de la imaginación de los estudiantes e intelectuales que sueñan con un país más justo, más incluyente. Así, el ambiente universitario de la Universidad de Antioquia y la Universidad Nacional, la “Nacho”, de Medellín, es terreno fértil para que las semillas revolucionarias germinen.
La novela está atravesada por un tono beckettiano de tensión negativa. El grupo de tendencia maoísta formado por un puñado de intelectuales desencantados de la vida urbana está a la espera de un envío de armas proveniente de las Antillas, que intuimos, desde el comienzo, jamás llegará. Hay una desesperanza aprendida de los integrantes del grupo; todo parece conducir al fracaso de la llamada operación seis de diciembre que conmemorará el cincuentenario de la masacre de las bananeras. La espera se hace interminable; el tiempo hay que emplearlo de algún modo, al igual que Vladimir y Estragón, mientras se toma consciencia de lo absurdo que es todo en la vida, incluso el llamado a la lucha armada.
Por ello, la novela de Mejía encuentra su mérito en recrear, con un bello lenguaje literario, el camino que va de la ilusión al desencanto; del irrefrenable optimismo a la brutal realidad; de la pasión vocacional al deber social y de vuelta al auténtico llamado personal; del autoengaño a la verdad íntima, soterrada y embozada por los gritos y cantos estentóreos de sirenas seductoras.
Hay una generación atrapada en esa coyuntura vital que narra Juan Diego Mejía; jóvenes que desde una cómoda intelectualidad universitaria no quieren permanecer indiferentes a una sociedad que clama la renovación de las estructuras sociales y políticas de un país que parece enquistado en la abulia decimonónica de «laissez faire, laissez passer, le monde va de lui mé-me». Hay un llamado a la revolución: salir de la ciudad e irse al campo. Pero todavía no es tiempo de levantarse en armas, de irse a la clandestinidad; primero hay un trabajo para hacer con los sindicatos, con el campesinado, con los obreros oprimidos desde siempre. La certeza es que la revolución triunfará solo si hay apoyo popular. Los tiempos llaman a la acción: son cincuenta años de la masacre de las bananeras, son veinte años de la revolución cubana, y también es inminente el triunfo de la revolución sandinista. No se puede esperar más y, a pesar de ello, aún no es la hora; es el cruel y paradójico dictamen de quienes mueven los hilos de los movilizados. Hay que esperar. Como siempre, aparece una izquierda dividida, fraccionada entre mamertos, maoístas, trotskistas, y el recién surgido «eme» que pone en riesgo, con sus acciones que rayan en lo demencial, todo el andamiaje de la revolución que cada grupúsculo quiere ensamblar a su manera. Mientras tanto, la derecha radical no se queda quieta, olfatea el peligro como fiera amenazada y lanza el latigazo de la represión, la persecución, la cacería de brujas y la justicia por mano propia para ir eliminando uno a uno, a cualquiera que sea pillado desprevenido.
Pável tiene todo claro en su espíritu y en su corazón; si bien la racionalidad lo traiciona. No hay placer mayor que interpretar a Calibán en La tempestad, —es su amiga Yolanda quien le revela algo que él mismo ha pasado por alto: el verdadero personaje de la obra no es el melifluo Ariel sino el monstruo indómito de Calibán—, pero quien de verdad abre sus ojos para hacerle ver su realidad más profunda es Edipo, que en la tragedia de Sófocles se centra en la más honda pregunta que se puede hacer el ser humano: ¿Quién soy? Las demás obras que monta, tanto en Medellín como en Ciénaga —donde ha sido enviado para preparar el terreno de la revolución— las dirige y representa sin la emoción y el fervor que le inspira lo clásico; aquellas las dirige bajo el mandato de hacer un teatro comprometido, «revolucionario»: Sol subterráneo, Tiempo vidrio, El rehén, y Anacleto Morones, esta última sobre un cuento de Rulfo. Al final, en una larga y emotiva coda narrativa, a la manera de una sinfonía bruckneriana, dirige la adaptación de De ratones y hombres, de Steinbeck: El montaje no es más que el tiro de gracia en la nuca a los sueños marxistas revolucionarios.
El grupo subversivo de Pável se diezma lánguidamente. Agoniza. Unos han sido dados de baja por el oscuro enemigo; otros se van a trabajar con las mafias de la droga, otros más se pierden en la bebida y bares de prostitutas; y los demás, como Pável, terminan desertando porque reconocen que tienen una opción: «me la juego por el teatro». Al final, reconoce que no es un peligro para nadie, su presencia, en la antesala de la revolución es invisible. «No existía. Daba lo mismo si me iba o me quedaba.» Las conversaciones entre ellos son de desencanto, ya no hay razón para seguir: «Convencete de que nosotros vamos a morir de viejos y no la vamos a ver, pelao. No te hagas ilusiones». En otro momento: «—Es que no tengo alma de esclavo —me dijo./ Esto se acaba si todos nos vamos cuando estemos aburridos./ —¿Y qué?/ —Pues que así nunca vamos a tener revolución.»
Concluir la lectura de Soñamos que vendrían por el mar (bello título, paráfrasis de las profecías de los originarios de América sobre la inminente llegada de unos invasores) deja el sabor agridulce de la circunstancia actual colombiana. La metáfora con el presente es inevitable y no parece casual que Mejía se haya decidido a escribir este libro en el momento en que el país vive un proceso de dejación de las armas por parte de los tradicionales grupos armados. ¿En dónde quedaron los sueños revolucionarios de una o dos generaciones? Ya no estamos en tiempos de revoluciones armadas en nuestro continente; el voto libre ha demostrado que es posible llegar al poder a través de medios democráticos y pacíficos. También es cierto que hay un país que soñó, y apostó por el cambio. Muchos dejaron sus vidas en el camino; otros volvieron, cabizbajos, llenos de experiencia, de amargura, pero también de ilusiones a jugársela por forjarse otra vida. Es de estos últimos, de lo que se ocupa esta novela y por ello hay que leerla, para entender el momento actual del país y mirar en retrospectiva lo que ha sido nuestra historia reciente. Un libro para recomendar, a todas luces.



Philip Potdevin

Publicado en Le Monde Diplomatique, edición Colombia, No. 165, abril de 2017

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