por Philip
Potdevin
Presentamos cuatro tratados amorosos, dos de
origen latino y dos de procedencia hispano-árabe: la obra poética de Catulo, El Collar de la Paloma, los Carmina Burana y el llamado Kama-Sutra Español.
En realidad, sólo El collar de la Paloma y El Kama
Sutra Español reunen los requisitos formales de un tratado amoroso, entendiendo por este una obra dedicada a la
relación afectuosa y erótica de la pareja. La poesía de Catulo y los Carmina Burana son apenas dos ejemplos
entre muchos de origen latino, como lo es Ars
Amatoria de Ovidio y el Satiricón
de Petronio, que permiten aproximarnos a la relación amorosa en la Roma
pre-Imperial y en el medioevo germano.
Hablemos de la primera obra, la de Catulo:
Gaius Valerius Catullus, fue un joven
afortunado, nacido en el seno de una familia noble y pudiente de la Verona
Cisalpina. Su familia tenía una villa de verano cerca de un lago a las afueras
de la ciudad donde solía hospedarse Julio Cesar al transitar por esos parajes.
Por carecer de afanes económicos, Catulo pudo dedicar la mayor parte de su
corta vida, de apenas veintitrés años, a la vida licenciosa y a escribir poesía.
Es así como los poemas de Catulo, en
gran parte autobiográficos, se pueblan de banquetes hasta el amanecer,
escándalos y francachelas con jóvenes esclavos depilados que servían para
saciar las ansias homoeróticas de sus amos. Su máxima preocupación podía ser
cómo emplear el día siguiente para el goce sensual y sensorial o cómo exaltar
mediante un verso la belleza de un aro alrededor de un tobillo. Catulo nos deja
un de los más vívidos retratos del fin de la República Romana en su esplendor y
decadencia.
Gran parte de su obra está dedicada al amor
de su vida Lesbia, seudónimo tras el cual el poeta esconde el verdadero nombre de
una mujer de la sociedad romana llamada Clodia y casada con Metelo Céler,
gobernador de la Galia Cisalpina y que murió envenenado, al parecer por manos
de su misma esposa.
Catulo no fue el primer poeta latino de ocuparse
del tema erótico, pero sí quizás el primero en tratarlo abierta y profusamente.
Antes que él hay ejemplos de poesía amorosa y sensual. Livio Andrónico, poeta
del siglo tercero antes de la Era Común, Terencio, poeta del siglo sIguiente y
Lucrecio, quien murió un año antes del nacimiento de Catulo, se ocuparon del
tema erótico de una manera más o menos explicíta. Quizás la influencia más
directa de Catulo proviene de las poetisas griegas, en especial de Safo de
Lesbos, a quien leyó con fruición y deleite. No de otra forma podemos explicar
que haya escogido la isla donde esta vivió, Lesbos, cómo forma para aludir el
nombre de su amada Clodia. Entre Catulo y Safo existe comunidad de estilo, de
pasión por lo cotidiano, de ardor y de erotismo. La lírica de los dos es
personalísíma. Ambos cantan sus iras y sus amores, sus celos y sus decepciones.
Los dos usan la primera persona como punto de partida de su poesía. Safo exalta
el amor entre mujeres mientras que Catulo, canta por igual a Lesbia como al
amor a los mancebos; igual llora por la traición de Lesbia como por la indiferencia
de un efebo. Lesbia es, al igual que Catulo, non sancta, y da a Catulo más de un dolor de cabeza. De allí el
celebre verso: odi et amo inscrito dentro
de un poema de desesperanza:
Odio
y amo. Preguntarás tal vez por qué lo hago,
No
lo se, pero lo siento así y me torturo.
La pasión de Catulo es hedonista. Aquí da
rienda suelta a su ansiedad amorosa y declara su intenso amor por Lesbia:
Vivamos,
Lesbia mía, y amémonos,
y
las murmuraciones de los adustos viejos
pensemos
que no valen ni el peor céntimo.
Los
días pueden morir y renacer de nuevo;
nosotros,
una vez extintas nuestra breve luz,
habremos
de dormir una sola noche perpetua.
Dame
pues, mil besos y después cien,
otros
mil después, y por segunda vez otros ciento,
después
mil sin parar, y después cien de nuevo
y
cuando nuestra cuenta haya sumado
muchos
miles, embrollémosla, no los contemos,
para
que ningún envidioso pueda causarnos desgracia
al
saber que han sido tantos, tantos los besos.
En los siguientes versos describe el número
de besos que son necesarios para calmar la sed de amor:
Me
preguntas Lesbia, cuántos besos
tuyos
serían bastantes para saciarme.
Tantos
como las inmensas arenas de Libia,
que
se extienden por la laserpífera Cirene
...
Tantos
como las estrellas, que cuando
calla
la noche, ven los amores furtivos de lo hombres.
Esos
son los besos tuyos, Lesbia mía
que
podrían saciar al loco de Catulo,
tantos
que los curiosos no pueden contarlos,
ni
echarles maldición con mala lengua.
Catulo se debate entre la pasión y el odio
y así logra producir pequeñas obras maestras. Los extremos pasionales aumentan su
vena poética. En uno momento de desespero, en que imagina que Lesbia debe estar
refocilándose con algún amigo suyo, trata de sacar fuerzas de la nada para
olvidarse de su amada, y dice:
Mísero
Catulo deja de hacer locuras,
y
lo que ves perdido, por perdido tenlo.
Una
vez brillaron para ti luminosos soles,
cuando
ibas donde te llevaba una niña,
amada
por mí como no lo será ninguna.
Eran
muchos los goces entonces que querías
y
nunca la niña te rehusaba alguno.
Una
vez brillaron para ti luminosos soles.
Ella
ahora no quiere, no quieras ahora tú tampoco,
ni
persigas lo que huye, ni arruines tu vida,
sino
que obstinadamente resiste, no cedas.
Adiós
niña. Catulo no cede,
no
te solicitará contra tus deseos:
Y
tú te dolerás cuando nada te pida.
¡Ay
de ti miserable! ¡Qué vida te espera!
¿Quién
irá a ti y quién ahora te verá hermosa?
¿A
quién amarás o de quién dirás que eres?
¿A
quien besarás y que labios morderás ahora?
Más
tu, Catulo, manténte y no cedas.
El poeta busca ahogar su dolor, y no tarda
en encontrar otras fuentes de placer, como la dulce Ipsilla, en un poema de
invitación al amor que termina con una metáfora fálica muy del tono de Catulo,
que habla del apetito romano en las bacanales:
Te
agradeceré, mi dulce Ipsilla,
delicias
mías, encanto mío,
que
me invites contigo a echar la siesta.
Y
si quieres, añade otro favor:
que
nadie cierre la puerta por fuera,
y ten a bien no marcharte,
quédate
en casa y dispónte a
abrázarme
nueve veces seguidas.
Pero
si te place llámame ahora mismo:
pues
he comido, y echado boca arriba, atiborrado,
atravieso
el manto y atravieso la túnica.
Catulo busca también el amor de las
meretrices, pero no tiene problema para objetar, con descarada sorna, lo que
considera un precio exagerado por un encuentro casual:
Ameana,
esa chica tan sobada,
me
pide diez mil, nada menos.
Esa
chica de nariz feuchina,
amiga
del dilapidador de Formias.
Parientes
que cuidáis de la muchacha,
llamad
a los amigos y a los médicos:
La
chica no está bien, no pide
como
debe: tiene alucinaciones.
De vuelta al leitmotiv de Catulo: amor y celos por la amada. Tan pronto recibe el
juramento del amor eterno de Lesbia ella sale en busca de nuevos y tal vez más
adinerados amantes. En un momento de desespero, Catulo le confiesa a Celio, un
amigo suyo:
Celio,
mi Lesbia, aquella Lesbia
la
Lesbia aquella a la que Catulo
amó
más que a sí mismo y que a los suyos,
ahora
por esquinas y callejones
se
vende a los nietos de Remo, el magnánimo.
Y ya cansado, en su lecho de muerte,
después de una corta pero agitada vida, admite haber aprendido una lección. Lleno
de melancolía, ardor y desconsuelo, se lamenta:
A
nadie se entregará, dice mi amada, salvo a mí,
Aunque
Júpiter mismo se lo pidiese. Eso dice.
Más
lo que dice la mujer al anheloso amante,
hay
que escribirlo en viento y en agua huidiza.
A pesar de los amores que departió Catulo,
entre Ipsilla, meretrices y los efebos Juvencio y otros innombrados, no cesó de
cantar su amor por Lesbia:
Ninguna
mujer puede decir que ha sido tan amada,
Lesbia
mía, como tú has sido amada por mí.
Ni
en el amor alguno hubo nunca mas lealtad,
que
esta lealtad que tiene mi amor por ti.
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