Descubro, en la fría soledad de mi laberinto un instrumento musical antiguo. Podría ser el precursor de la guitarra barroca, quizás una forma de cítara, o un arpa de mano sucedánea de aquellas usadas en el culto a Apolo. Lo examino y compruebo que ostenta siete cuerdas. Incitado por la curiosidad, pulso la primera. Irrumpe un indescriptible jolgorio: es el canto de todas las aves del mundo con sus distintivos timbres, tonadas y melodías, interpretan historias, hazañas, gestas, romances y líricas tragedias que van desde el inicio hasta el fin de los tiempos. Dejo que la cuerda resuena durante una fracción menos que la eternidad. Poco a poco se extingue la coda de trinos y gorjeos. Ahora, entusiasmado por este prodigio, pulso la segunda. Aguardo. La habitación donde me encuentro es vasta y permite que reverberen en sus muros el eco vibrante de un coro de ángeles que entona, como apostado en el atrio de una inmensa catedral gótica, el Laudamus Te. Me estremezco. Tiemblo con las sucesivas repercusiones de voces que rebotan en las empinadas columnas, naves, capillas, arcos ojivales y el domo de la catedral. Espero a que se silencien. No hay premura; al contrario, quiero prolongar para siempre cada instante de esta dicha. Pulso la tercera cuerda. Tímido, coqueto, se asoma el rumor de un arroyo que se descuelga de una escarpada montaña. El murmullo va in crescendo. El arroyuelo toma fuerza y se precipita por la hendidura que ha labrado por entre una pradera de musgos y hierbas pitada con una paleta de treinta matices de verde. Me tumbo a la orilla y escucho; permito que la corriente confiese sus íntimos secretos que trae consigo desde arriba del páramo donde nació juvenil e impetuosa. Tiempo después, cuando se ha aposentado en mí el silencio, recuerdo la cuarta cuerda. No sale sonido. Escucho más atentamente al punto que vibran mis sienes y me duele la cabeza, presiento un susurro que se aproxima de lejos, como de otro país. Logro comprender que se trata de una borrasca formidable que se aproxima dando inmensas zancadas. La antecede una extensa cortina de lluvia que me envolverá inevitablemente. Las primeras gotas me empapan y estalla un concierto de truenos y relámpagos. Siento la fuerza invicta de Natura caer sobre mí con un aroma punzante de leños mojados, de musgos anegados y tierra revuelta por cienos y lodos nutricios. Inmovilizado, sembrado en medio de la tormenta, incapaz de moverme del lugar, aguardo que amaine. Calado hasta los tuétanos, empapado en olores, viscosidades y colores terrígenos, me identifico en profunda comunión con los elementos agua y tierra. Al cabo del día la tormenta llega a su fin, como debe ser. La contemplo alejarse y respiro un aire puro, cristalino, virginal. Un impulso más fuerte que toda la razón me empuja a tañer la quinta cuerda. La tierra se abre, se resquebraja, brama en un lamento profundo y milenario, como mil bueyes a punto del sacrificio en el borde de un abismo. Me asomo al vacío: son las entrañas de la Tierra las que gritan desde la abisal oquedad en un largo, larguísimo, furioso despertar tras siglos de sueño y sopor. Ahora es la potencia terrígena la que se apodera del ambiente y me sacude como una hojita atrapada en una telaraña durante el reciente vendaval. La sexta cuerda clama ser pulsada. Parece implorarme, suplicarme de rodillas; me animo a darle un decidido pizzicato. ¿Qué escucho? El bramido de una ola gigante. Imposible estimar su altura o el volumen de agua que arrastra debajo de su cresta; solo admiro, inmóvil, la inagotable enjundia de la Naturaleza, el maravilloso rumor que emite, la melodía que entona, larga, lenta, infinita; la ola avanza, se desliza, crece, merma y se renueva, al doble y al triple de su tamaño original como si jamás quisiera desvanecerse o romper contra una playa. Su ímpetu es inagotable, su grito conmovedor. Sólo queda la séptima cuerda por pulsar. ¿Me atrevo? ¿Y si no lo hago? ¿Acaso no ha sido suficiente este despliegue de fuerzas, imágenes, sonidos, notas, gritos y gemidos de Madre Naturaleza devenida Afrodita? ¿Qué puede deparar el espíritu de esta séptima cuerda? La única forma de saberlo es… ¡Pluc! Lo hice! No escucho nada. O eso creo. Estoy confundido. Aguzo los oídos a ver qué descifro. Hay un ligerísimo tintineo que proviene de una distancia que calculo en mil trescientos cincuenta millones de años luz. Levanto la mirada, atento, como un animalito que intuye una presencia extraña. Es de noche y miro el firmamento. Ahí está: la Vía Láctea, la Gran Canoa Cósmica Florida, el Sendero de los Indios Muertos, la Medialuna Tridente. El tintineo aumenta, lo distingo, casi que podría silbarlo y acompañarlo en su melodioso cantar. ¡Es la música de las esferas! La interpretan los astros en su perenne coreografía sobre el trasfondo de nebulosas y galaxias, de supernovas y agujeros negros. Es la Sinfonía Universal. La que hermana al Universo en un solo aliento. La que integra y armoniza el caos, la entropía, la fragmentación. Lo que alguna vez se dividió ahora puede ser re-unido. Me integro a esta celebración. Me diluyo como una gota de tinta en un vaso de agua. Respiro dos, tres veces. Abro los brazos. Sonrío.
Al Borocq
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